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No soy especialmente melancólico, pero ayer me dio un golpe tumbativo de melancolía. No por las elecciones, qué va. Había encontrado en el recreo del IES un volantón de gorrión y pensé que sería capaz de criarlo. Las conserjes, el portero y algunos alumnos tenían una confianza grande en mí, como si ser poeta te hiciese más amigo de los pájaros. Además, ya en casa, si lo acercaba a mi canario, abría muy bien el pico para comer. Le gustaban los pío pío de su hermano adoptivo. Pero sin aviso previo se me murió. Quizá era muy de Puerto Real y echaba de menos su tierra. Ni idea. Cuando estaba recogiéndolo para enterrarlo en el jardín, el canario, que es buenísimo, pero que no sabía lo que había pasado, rompió a cantar. Yo, claro, recordaba a Juan Ramón Jiménez: «Y seguirán los pájaros cantando», pero con una intensidad —que seguro que es la que el poeta de Moguer puso en el poema— que era inédita para mí. Tenía en dos metros a la redonda el minúsculo cadáver de mi pollito de gorrión y el canto solar, luminoso, celebrativo, candente del ignorante canario. Todavía me dura el impacto.