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ENTREVISTA

Enrique García-Máiquez: «Cuando leo mi poesía, soy consciente de la necesidad que tiene ella de la inteligencia y de la generosidad del lector»

Le pregunto por la muerte y me habla del instante en que el aire se convierte en mármol. A Enrique García-Máiquez (Murcia, pero el Puerto de Santa María -Cádiz-, 1969) se le puede presentar con unos cuantos datos biográficos para quienes todavía no le conozcan: es profesor, articulista, crítico literario, ensayista, diarista en Libro sobre Libro y poeta. Y el año pasado «salió en la selectividad».

A ésos que todavía no le conocen les consideramos bendecidos porque tienen toda su obra por descubrir. Los que ya le conocemos tenemos Verbigracia. La editorial Comares acaba de publicar su Poesía Completa en la colección La Veleta y nos ha hecho muy felices.  Charlamos con el autor sobre este hito y sobre su trayectoria y encontramos a un poeta que ilumina la vida con el fulgor que ha recibido de otros y con su don, que no es otro que el de saber mirar diferente.

Le pregunto sobre la poesía y nosotros, sus lectores, y termina la entrevista con un «A ver» que me sabe al «Vale» de El Quijote.

Gracias, Enrique.

Veinticinco años de poesía reunidos en La Veleta son, efectivamente, una feliz consagración. Que sea en esta colección tiene un significado especial para usted.

Nomen omen, La Veleta fue la colección que me mostró por dónde venían los vientos de la poesía contemporánea y las brisas de una tradición viva. Al ver mi poesía reunida bajo ese sello, me siento un tradicionalista tradicionado, que es todo lo contrario a traicionado.

¿Cómo empezó todo? ¿Recuerda la lectura de algún poema como una epifanía, el primero que escribió, el que se atrevió a enseñar, la primera vez que pensó «soy poeta»?

Qué raro que alguien con tan mala memoria como yo —mis amigos me cuentan mi vida, literalmente— se acuerde perfectamente de todo lo que me pregunta. La epifanía fue el poema «Alto jornal» de Claudio Rodríguez, en un libro del colegio. Hasta recuerdo la luz y la hora de ese momento, quizá en sexto de EGB, sin duda en un aula vacía. También ese año sentí una epifanía —para ser honestos y no apuntarme sólo al autor indiscutible— con «A solas soy alguien» de Gabriel Celaya, que leí, solo, en casa de mis abuelos.

Primera cosa que escribí. Mucho más tarde. Tenía una medio novia en Puerto Real y perpetré esto: «¿Por qué cuando voy al Puerto/ para mí el único Puerto Real/ veo un paisaje vivo a la ida, y muerto/ al regresar?». Dios mío.

Enseñé muchos poemas propios a partir de entonces y siempre con poquísimo éxito. Nadie me los aplaudía. Es raro que yo, tan dependiente del elogio ajeno, que me sostiene como si fuese un cojo de la autoestima, perseverase.

Recuerdo exactamente cuándo caí en el «soy poeta». El poema más antiguo de Verbigracia provocó ese convencimiento fatal. Estaba en la universidad, hace 33 o 34 años y escribí «Cántico de las cosas». Vi que hasta entonces sólo había escrito versos. Que la poesía era otra cosa: ésa. Comprendí, con piedad y bochorno retroactivo, la indiferencia de mis pacientes y obligados oyentes en todos los años anteriores.

A pesar de sus artículos en varias cabeceras, los ensayos, las columnas, la crítica literaria y las clases, usted es poeta. A pesar, también, de haberse esforzado en ser santo, juez o político. ¿Se es poeta por la gracia de Dios, lo es a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, o, efectivamente, es sólo cosa de la inclinación de su estrella?

De no haberme hecho la pregunta anterior, habría intentado racionalizar esto; pero la extrañeza de mi memoria buena sólo para lo poético y la constatación de una perseverancia quijotesca («Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible») me llevan a reconocer la influencia inflexible de mi estrella inclinada. Incluso aunque en otros géneros tenga más eco o hasta lo haga mejor, que es algo distinto.

Su hermano Jaime también es poeta. ¿Hay un germen en la educación recibida en casa, en el ejemplo de sus padres, en el aire lírico del hogar?

Mis padres (nos) leían poesía. Eso ya es mucho. Mi madre recitaba muy bien y se sabía bastantes sonetos de Miguel Hernández de memoria. Mi padre fue algo amigo de Alberti, que iba a casa y nosotros a la de él. En el Puerto había —y quizá hay aún— un ambiente propicio a la poesía, como otro género, además de las gambas, el pescado frito, el cante de los Puertos y el fino, que da la tierra. Todo sumaba. La complicidad de un hermano que lee y escribe multiplica. Es un apoyo mutuo que hace crecer a ambos. Un hermano puede decirte lo que nadie y, además, no tiene más remedio que aguantarte con paciencia de santo o de sangre.

En Casa Propia le dedica unos versos a su hermana María y cuenta que su oficio no logra darle felicidad.

Verdad, pero en Inclinación de mi estrella digo que la felicidad es mucho menos importante que darla; y esos versos alegraron mucho a María.

Usted enmienda la plana a Nietszche y dice que lo que nos hace profundos no es el dolor (sufrimiento), sino el amor. ¿La poesía puede ser instrumento para la educación sentimental de la persona?

¡Y tanto! Ese equilibrio perfecto al que aspira la poesía entre inteligencia y sensibilidad es la base de toda buena educación del corazón… y de la mente. Discusiones gnoseológicas aparte, pensamos con el lenguaje… y a través de él sentimos.

Para publicar su Poesía Completa ha tenido, obviamente, que releerse. Comenta que sólo ha eliminado 3 o 4 textos. ¿Es usted de los escritores que sufre releyéndose, corrigiendo, desechando?

Releer mis artículos del periódico para las periódicas antologías es un suplicio que me hace imaginar lo que se ha de sentir en el Purgatorio (y esto lo escribo en serio). Releer mis notas para mis diarios, en cambio, me hace llevarme —mi mala memoria de nuevo— sorpresas muy gratas. Al releer mi poesía, he suspirado con un alivio profundo. Me ha gustado, incluyendolos tics postadolescentes de mis dos primeros libros. Sería más fotogénico decir otra cosa, pero la humildad es andar en verdad, como decía santa Teresa.

La revisión de su obra le ha reencontrado con su vida, como en El otro, de Borges. No sé si este hito le ha llevado a hacer una especie de balance vital ¿Se mira  -y se lee- con ternura?

Sí, lo he hecho, algo enternecido. Quizá esa ternura explique que haya sido tan permisivo con el joven que escribió aquellas primeras cosas. Ay, santa Teresa, qué difícil es andar en verdad. ¿Habré abueleado demasiado?

No creo, porque acaba Haz de luz con una oración por los poetas mediocres, en los que se incluye, y ese mismo año su aurea mediocritas es “Ardua” mediocritas, el título de su segundo poemario. ¿Logra usted mantener a raya la envidia, la vanidad, el éxito y una justa valoración de su talento? ¿Realmente la medianía es virtuosa?

Todavía puede pasar que mi presumida mediocridad sea una vanidad desbordada y que ni siquiera la virtud del medio sea la mía. Temo mucho estar sobrevalorado y que un día (como en «El traje del Emperador») quienes me leen con tanto cariño se den cuenta. Por supuesto, están (y son más) los que me valoran poquísimo y los que me ignoran, pero que ésos puedan estar equivocados no me preocupa, en absoluto.

Releí hace poco su definición de héroe: Aquél que coge las riendas de su vida. ¿Lo ha conseguido?

Conduzco una cuadriga con un caballo encabritado, que se me desboca a cada paso, y otro dócil a las riendas; pero sigo en la carrera.

La influencia de La Divina Comedia en la obra de Enrique García-Máiquez. Parece una pregunta de Selectividad o el título de una tesis doctoral, pero ¿cuántas lecturas le ha dedicado?

Oh. Me encanta que se note. Luis Felipe Vivanco hablaba de que quien ha leído a Dante ya tiene que ser, después, una persona distinta. Del principio a fin, la habré leído seis o siete veces (en cuatro idiomas, aunque sólo hablo uno y medio). Mis visitas a episodios concretos son constantes. Leonor, mi mujer, se pregunta para qué tenemos tantos libros en casa si sólo leo la Divina Comedia. Peyró, varios años antes de sentar cabeza, me fichó de crítico literario de La Gaceta. Cada vez que alguien ganaba un premio o se cumplía alguna efeméride, me llamaba corriendo para que escribiese algo, y yo le decía que no lo conocía de nada y que necesitaba quince días para trabajarlo. Un día me preguntó: «Oye, Enrique, tú, ¿a quién has leído?» «Siendo exhaustivos —respondí en un ataque de honradez—, a Dante;, y a Cervantes, la Biblia, Shakespeare, Josep Pla, Miguel d’Ors, Jorge Manrique y Mario Quintana».

¿Y el resto de influencias, clásicas o contemporáneas? En la introducción de Verbigracia habla de los autores del catálogo de La Veleta. Y el otro día le leía en estas páginas sobre Álvaro d’Ors y su hijo Miguel (y les dedica su «Orstodoxia» en Ardua Mediocritas). También a Aquilino Duque.

Aquilino Duque es un ejemplo total. Por su poesía, que fue lo primero que le leí y será lo último, como él mismo decía de sí mismo; pero también por su actitud vital y su entusiasmo contagioso, por su amistad por encima de generaciones. Los d’Ors (Eugenio, don Álvaro, Miguel) son tres autores distintos en una estirpe verdadera. Tengo un claustro de maestros muy extenso, muy querido e imprescindible.

¿Se siente parte de un grupo o corriente? ¿Qué hay de los poetas de Númenor?

Yo, sí, de varias. Me siento muy Númenor por influencias, historia, geografía, amistad y estilo, pero es posible que el núcleo duro del grupo no lo vea, porque ellos tienen la molesta delicadeza de considerarme mucho más viejo y, por tanto, un precedente.

Pero también me siento unido a otros poetas de mi generación, como Javier Almuzara, Antonio Moreno o Juan Antonio González-Iglesias, entre otros.

Y, desde luego, la aventura de codirigir Nadie parecía con José Mateos y Abel Feu fue como vivir los tres mosqueteros en versión poesía lírica.

Usted se ha dado cuenta, al reunir a todos sus poemas, como San Antonio reuniendo a los peces para predicarles, de los temas que componen su obra. Escribe Jesús Beades  «Yo resumo mi vida cuando escribo un poema».

Al releerme, me he quedado de una pieza. Estaba convencido de que había escrito libros muy distintos en tono, técnica, temas, trayectorias, etc. Ahora pienso que, en realidad, Verbigracia es mi primer libro. Soy un poeta novel.

Por mi parte, he detectado varios Beatus Ille: en Haz de Luz, en Casa propia, y en Inclinación de mi estrella. Con el tiempo, una entiende (¡y hace suyo!) el Elogio de la vida sencilla de Pemán, pero usted lo tuvo claro pronto.

«Yo jamás evolucioné», presumía Mario Quintana. En lo formal, espero haber ido ganando fluencia y en lo personal, ironía, pero en el núcleo de la visión poética resulto roqueño. A mi admirado José María Pemán le afeo que, cuando quiso medirse quijotescamente con Baudelaire, le pusiese a su libro Las flores del bien. Con lo a mano que tenía y lo sutil que hubiese quedado un Los frutos del bien, que es de lo que se trata, dejándole a las flores el privilegio de una estremecida indecisión. El Beatus Ille es mi tópico favorito. Vuelvo siempre a él, aunque yo quisiera ni salir.

Hablando de José María Pemán, ¿por qué le eligió para su discurso de entrada en la Real Academia Hispano Americana? Un poco por batalla cultural sí, ¿no?

Ja, ja, ja. Me conoce usted tan bien que podría dar mis respuestas mejor que yo y más mías. Sí, sí. Una de Pemán por cumplir con la máxima: «Aquello que te censuren, cultívalo, porque eso eres tú». Mejor coger el toro por los cuernos que achicarse en el burladero.

Otro tema recurrente es la verdad. O las mentiras, que tienen un leve efecto placebo ¿Se miente menos escribiendo poesía que en prosa? Aunque sólo sea porque se dicen menos palabras.

«Poesía mentirosa», oxímoron. Una hermana siamesa de esta otra contradicción en los términos: «Poesía mala».

Decir menos ayuda, por supuesto, a la verdad y a la bondad. Pero sin pasarse, porque hay silencios muy mentirosos y malvados. Y encima no se sabe si son cobardes o perezosos, ni qué es peor.

Algo que a todos nos sorprende encontrar en la literatura son enemigos. Usted dedica algún que otro poema a sus contradictores. Parece que lo que peor llevaba fray Luis de León también era ponerse a tiro de «los que no viven de otra cosa».

Sorprende mucho. Qué buena es la cita de fray Luis, qué fina si se la piensa bien, porque hay quienes edifican su discurso con los pellizquitos que dan a los otros. Yo con mis contradictores tengo sentimientos encontrados: me incomoda su fijación; les agradezco el interés.

Hace poco nos explicaba algunos trucos en los poemas de Juan Antonio González-Iglesias. ¿Hay «travesuras»  en Verbigracia que se puedan contar?

Hay las que me gasta mi subconsciente. El otro día descubrí una. En el poema «Escena conyugal», mi mujer me afea mi pereza para comprarle flores. Me las pidió y yo le dije que la floristería quedaba en el quinto pino. Me lo echó en cara con estas palabras: «Eh, que esto es un pueblo, y aquí todo está al lado». Yo sentí que aquello era ya un poema, y lo transcribí; pero sólo mucho más tarde he caído en que en ese «pueblo» late la secreta potencia poética del poema. Leonor es de Cádiz capital y ahora vive en mi pueblo, pero, además, se vino, con muy pocas ganas, de Madrid, donde estaba encantada. De manera que en una palabra tan prosaica como «pueblo» hay una energía biográfica nuclear. ¿Eso puede llegar hasta el lector? No lo sé, es uno de los misterios de la poesía, pero ojalá.

Me consta que sus poemas «matrimoniales» son muy celebrados. Usted a veces dice que los «escribe» ella. Dedica Verbigracia a Leonor y sus lectoras no habríamos entendido otra cosa. Ahora que, con su obra reunida, podemos leer cómo fue el principio, yo siempre recuerdo –y encuentro esperanza- en las primeras líneas que le leí, en las que hablaba del amor maduro: ¡Qué poco nos queríamos entonces!

Qué emocionante la pregunta. Cualquier respuesta la empañaría.

Otro de sus temas –ahora soy yo la que lo celebro- es el momento de la muerte, los instantes posteriores y la resurrección. Como ha practicado mucho «hacerse el muerto» ya sabe cómo será. Pero, ¿qué hay de las últimas palabras? ¿Tiene ya resuelto ese detalle, al que ha dedicado artículos?

Tengo el miedo de que, en ese momento crucial, yo me ponga a improvisar, como suelo, frívolamente, y acabe diciendo cualquier chorrada en ese mismo instante en el que el aire se vuelve mármol. Qué lástima. Las últimas palabras de mi madre, mirándonos a todos sus hijos, fueron: «Sed generosos unos con otros», hasta usando el imperativo como se debe.

¿Ha imaginado la mirada de su madre con Verbigracia en las manos?

Hasta ahora no lo había hecho. ¡Muchísimas gracias por la pregunta!

Decía Álvaro d’Ors que leía a Virgilio y se trasladaba a un mundo mejor. ¿Cuál es su Eneida?

Casi todas las comedias de Shakespeare, las novelas de Jane Austen, los cantos de Cacciaguida del Paraíso, los quintanares de Mario Quintana, un buen puñado de ideas de Chesterton, la poesía de Rocío Arana, el diario de la felicidad de Nicolae Steinhardt…

¿Descubrirán Carmen y Quique algo nuevo de su padre cuando lean su poesía completa?

No. Mi vida casi iguala al pensamiento y el plus de lirismo que tiene la poesía ya lo pone la mirada de mis hijos, y de sobra y mejor.

Sé que no es amigo de las listas de imprescindibles, pero, aprovechando que José María Torralba ha puesto de moda los grandes libros, dígame los tres de su biblioteca que salvaría de un incendio.

Salvaría la hermosa edición de Futurologías de José Miguel Ibañez-Langlois que mi padre me buscó esforzadamente por Santiago de Chile a pesar de que fue allí a un complicado y apretado viaje de negocios. La edición de Camino de san Josemaría Escrivá de Balaguer que me acompaña desde primero de carrera. El álbum de fotografías de Carmen recién nacida. Planté su pie en la almohadilla de tinta y lo grabé en las páginas y ahora tiene el tamaño de un exlibris perfecto.

«Que mi vida escandalice a los apáticos» escribía Marcela Duque. Sus más de once mil seguidores en Twitter y sus lectores reciben, además de belleza, luz sobre asuntos espinosos. Es una referencia para los columnistas de la bancada conservadora. Usted dice que como autor su deber es agradecer al mundo. Añado yo que con felices efectos colaterales.

Qué bueno es el verso de Marcela Duque: un lema. La bancada conservadora es una de mis grandes alegrías diarias. Da gusto leer a tantos que son tan fieles a otro lema: «Que lo cortés no quite lo valiente». Pobres apáticos que no ganan para disgustos. ¿Es o no es para estar muy agradecido?

«He solido encontrarme con mi vida y entenderla mejor en los versos los de otros». Y por eso dice que su poesía estará completa cuando el lector se asome a sus poemas para encontrarse o descubrirse. ¿Cree, como Juan Ramón Jiménez, que «el pueblo es una aristocracia intelectual capaz de comprender la poesía»?

Cuando leo mi poesía, soy consciente de la necesidad que tiene ella de la inteligencia y de la generosidad del lector. Si no, se queda a medias. Pero eso tendría que pagarlo en justicia completando de algún modo la vida del lector que la completa. Ojalá algunos poemas lo hagan. Estoy de acuerdo con JRJ, el Amadís de Gaula de los aristócratas de intemperie. Estoy de acuerdo, aunque con temor reverencial, porque sé que el pueblo soberano, además, es un crítico infalible. A ver.

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