En la poesía de Eloy Sánchez Rosillo estamos como pez en el agua. No hay sobresaltos en sus libros, ni siquiera lo hubo en el giro de la elegía al himno que dio con La certeza (2005). Sus elegías ya eran celebraciones que llegaban con retraso, y en la nueva etapa apenas si ha puesto en hora el reloj de su canto con el hoy; pero la actitud de asombro, admiración y agradecimiento a la realidad es la misma. Quizá lo nuevo es que el poeta atisba en el mañana un más allá, pero sin moralismos, con el mismo nervio moral de antes y la idéntica fe lírica de siempre.
Su naturalidad, su emoción contenida, la belleza pudorosa de sus versos transparentes, nos acogen sin exigirnos a cambio más que una lectura atenta al prodigio sin alharacas. No hace falta levantar el mapa exacto de una crítica erudita para no perderse en estos poemas. Este barbero entonces, aprovechando la confianza de sentirse como en casa, puede escoger sus versos preferidos, sabiendo que esas pocas muestras evocarán la música completa de su poesía.
Encima, el título facilita las cosas. Ernesto Sábato decía que el título tiene que ser la metáfora esencial de un libro; y aquí lo es. La rama verde nos dice que, aunque el tronco sea añoso («que tengo yo —de pronto— más de setenta años/ y no sepa muy bien qué ha sido de la vida», advierte el poeta), la rama más alta, la más flexible, la más grácil, desde donde «canta un jilguero», es nueva de esta primavera. Tan joven como siempre y más alta. El parentesco con las Hojas verdes de Juan Ramón Jiménez es evidente, aunque la rama subraya más el tronco viejo, la copa elevada y la mirada nuestra levantada.
Quien quiera hacer una reseña comme il faut, lo tendrá fácil, pues. Le bastará, por un lado, con reconocer lo invariable de la poesía de Eloy de acuerdo con su obra en marcha. Y, por otro, destacar esa novedad perenne que aporta este libro. Son muchos los poemas que exponen este aspecto, como la permanencia del niño y del muchacho que fue, que es uno de los estribillos del libro.
Hay dos poemas dedicados a dos mujeres, que merecen que usted entre en una librería —lo que siempre es recomendable— y —si está la cosa muy mala— los lea allí de contrabando. El primero es «Hotel» (pág. 113-5). El lector se llevará un fogonazo de amor a la vida y una lección de mirada atenta y agradecida. Habla de otra rama verde y altísima («la muchacha que eres, la muchacha que fuiste»). Y si todavía le da tiempo, que lea también «Era septiembre» (pág. 125-6), aunque entonces el riego de que el libro le atrape («Me dijo, no te vayas,/ quédate aquí conmigo, quédate») y acabe por comprárselo es enorme (disclaimer).
Mientras tanto, nosotros, a lo nuestro, que es hacer una selección de unos pocos versos preferidos:
Me ofrece la tristeza su alegría.
*
[La luna]
Es la misma de entonces,
la que toqué de niño con mis manos
y descendió a mi pecho y me hizo suyo
*
Pero qué importa nada bajo el sol de febrero.
*
Todo el idioma tiembla en sus palabras
[en las palabras de una carta de 1590 escrita desde Indias (El Cuzco) por Antón Sánchez a su esposa]
*
El universo es tuyo, pues respiras.
*
Fue un momento crucial. Y yo lo supe
*
Si escribes un poema y no es de amor,
más vale que no escribas o que rompas lo escrito.
*
… este instante del mundo
—tan alegre, tan triste, tan intenso
como todo lo hermoso—
*
Hay alguna aflicción en mi contento
y no poca alegría en mi tristeza.
*
estar vivos del todo mientras dure la vida.
*
Asómate al misterio, siéntelo,
y sin preguntas, luego,
guarda en tu corazón lo que entreveas.
*
[Y un poema, aunque breve, entero, para hacernos disculpar tanto picoteo:]
Verdecillo
Salir a la terraza bien temprano
y oírte cantar, tan vivo, en la luz nueva
—que aún está a medio hacer—,
da mucha confianza en este día,
amigo verdecillo,
y ganas de vivir (y de ser bueno).