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Enric González: «En perspectiva, entiendo que mi vida ha sido una fuga»

Enric González (Barcelona, 1959) iba para veterinario y acabó de periodista; le tiraba el sedentarismo pero ha dado varias vueltas al mundo; abjuraba, y abjura, del trabajo pero ha dejado una obra periodística y literaria más voluminosa de lo que prometía. Digamos que las cosas no salieron como estaban previstas y se desvió, por suerte para sus lectores, del camino.

Esta conversación coincide con su segunda salida de El País, periódico para el que ha trabajado la mayor parte de su carrera y que ya abandonó en 2012.

En esta nueva ruptura con El País, ¿de quién es la culpa?

Es un caso de reincidencia, por parte de ellos y mía; no sé quién tiene más culpa. Simplemente y sin grandes dramas, como están recortando de nuevo salarios y a mí me falta poco para la jubilación, no me están apetecía bajármelo voluntariamente: prefiero irme y trabajar en otro sitio.

¿Se puede saber qué sitio?

Todavía no. En cuanto quede liberado de El País, lo diré. Voy a seguir trabajando, si es que eso que hago se puede llamar trabajar.

Usted ha cambiado frecuentemente de residencia, de país, de trabajo… Hay personas que no llevan bien tantos cambios.

Yo soy uno de esos. Si de mi dependiera no cambiaria nunca nada, necesito estabilidad, pero la vida luego te sale como te sale. He perdido la cuenta de los domicilios que he tenido, más de 30 supongo, con mudanzas incontables, y he trabajado en distintos sitios porque las cosa son así, pero no, no soy un entusiasta de los cambios.

Dicen que hay que saber irse de los sitios. Yo, particularmente, no he dado con la clave, ¿y usted?

No tengo una receta, pero sí sé que se le toma el gusto. En cuanto lo haces una vez, es un placer irse de los sitios, de los trabajos y las personas. Entre ser el que se queda en el andén con el pañuelito y el que está a bordo del tren yéndose, ni lo dudo. Al del andén que le den por culo. Si notas o percibes señales de que empiezas a estar de más, ya sea en una relación o un trabajo, hay que irse sin dramas.

Muchos envidiarán la nómina de ciudades en las que ha vivido, yo también, pero al mismo tiempo no dejo de pensar en que, a más ciudades en las que ha vivido, más ciudades de las que se ha despedido. Imagino que de algunas le habrá costado marcharse.  

De Roma no me habría ido, ni de Londres tan pronto, ni de Nueva York cuando me mandaron a Washington. Pero eso formaba parte del trabajo, uno no es quien decide, decide quien paga, así que te vas y punto. Francamente, no cuesta nada irse de los sitios. Me lo he pasado más o menos bien en las ciudades, pero siempre he tenido la conciencia de que no quería llevar la vida que he llevado. Esta vida fue un accidente; si mi hija no hubiera muerto, no habría estado fugándome de los sitios, porque los que yo hago es fugarme y, si no me pagaran, acabarían yéndome yo. En perspectiva, entiendo que mi vida ha sido una fuga.

¿El periodismo ha muerto o exageramos?

El periodismo no ha muerto, como no ha muerto el arte de tocar el arpa, pero poca gente se gana la vida tocando el arpa, y creo que en España, y en general en el mundo de habla hispana, poca gente se la va a ganar con el periodismo porque la industria ha fracasado por muchas razones: las empresas lo han hecho mal, los periodistas nunca hemos sido tan buenos como nos hemos creído y el público lector es reducido. Ahora se hace buen periodismo, sobre todo en formato de libro, donde hay maravillas; otra cosa es que se cobre por ello y que un libro te de sólo para un coche de tercera mano. La industria está acabada, no tiene futuro en esta lengua.

¿En el mundo anglosajón, sí?

Allí hay unas cuantas macroempresas que han logrado sobrevivir y a las que recurrimos los hispanohablantes, tres, cuatro, cinco o seis marcas. Lo que tenemos aquí va como va porque ni España ni el conjunto de América Latina es vorazmente lectora y tampoco hay empresas ni empresarios ni profesionales los bastante influentes a nivel internacional como para necesitar buena información independiente.

¿Su legendaria pereza es una pose alimentada por usted mismo o es totalmente auténtica?

No la he exagerado. Ahora estaba escribiendo una carta para la ceremonia de despedida de Prisa y he reconocido en ella que el trabajo excesivo hiere mi sensibilidad. Ahí sí soy un ofendidito. Esta mitificación del trabajo no la entiendo: «el trabajo dignifica», ¡no me jodas! Lo que pasa es que he tenido mala suerte y al final si sumas lo que he perpetrado estos años sin querer, se ve que he acabado trabajando.

Pero tengo entendido que tenía dinero de familia.

De familia no me cayó un duro. Lo que sí es verdad que cuando mi padre ganó el Premio Planeta nos dio lo que hoy serían 6.000 euros a cada uno de sus hijos. Mis hermanas lo emplearon de una forma juiciosa y yo me lo gasté en una vuelta al mundo y hasta me endeudé. Creía que eso me convenía, no es que tuviera muchas ganas de andar por ahí, y en muchos ratos me sentí solo, no soy un buen turista.

En ese caso, retiramos lo de la herencia.

Mi herencia familia es lectura. Empecé a leer muy pequeño porque mi padre me fomentaba. En cuanto a lo demás, tuve la suerte de pillar una época en la que la industria periodística empezó a crecer. Antes sólo ganaban dinero ABC y La Vanguardia, pero en los 70 hubo un cambio industrial, además de político y social, que afectó a los medios. En los 80 entro dinero, la economía se disparó por las liberalizaciones y privatizaciones y la publicidad se pagaba muy cara. Abundaba el dinero y eso repercutió en buenos salarios, en viajes, etc.

¿Cuál fue el mayor «mangazo» periodístico que ha vivido, por usar jerga de la profesión?

Nunca he tenido la sensación de dar un mangazo, pero quizás durante los días previos de la Guerra del Golfo, cuando no había guerra porque todos sabían que sería a partir del 15 de enero del 91. Yo llegué a Arabia Saudí en septiembre del 90, me tocaba unos meses de no hacer nada, pero había que ir por si acaso. Hice lo que pude, conté lo que veía. Siempre he sentido un cierto orgullo por ello, pero luego me enteré de que mi padre iba diciendo que a la vuelta me iban a despedir porque no contaba las hazañas bélicas tremendas que se esperaban. Lo cierto es que a la vuelta me llamaron de administración para pagarme los fines de semana, que entonces se pagaban si estabas fuera. Me pareció una fortuna lo que me dieron para lo que había hecho.

Supongo que la experiencia en Ruanda no está pagada con dinero. ¿Le marcó?

Me dejó mucha huella. Fui porque Alfonso Armada sufrió un accidente y se puso enfermo. Pasé dos meses. Aquella no era una guerra de cañonazos y bombazos y buenos hoteles, como generalmente se hacen estas cosas, sino que todo eran dificultades logísticas, andabas mucho, y veías mucha muerte, una muerte muy abundante y pedestre, la gente moría a machetazos, de cólera y disentería. Fue una orgía de muerte. Nunca lo vi como una guerra, no había frente, sólo una explosión de muerte, odio y miseria.

Su padre era prolífico e imaginativo: escribió mucho y de todo tipo, incluso libros del Oeste y novela romántica. Usted, en cambio, ha escrito menos, en formato reducido, y tirando siempre de memorialismo, nunca de imaginación.

Él era un escrito nato. El escrito es el que nace, alguien que a los 10 o 12 años ya sabe que necesita escribir, que está continuamente fabulando, que tiene que explicarse el mundo y explicárselo a los demás. Nace y se hace con una especie de tara congénita, no tiene remedio. Yo nací y crecí sano en ese sentido, he trabajado lo justo y no tengo la imaginación y la capacidad de fabulación de un auténtico novelista. Admiro a mi padre, aunque mantengo la perspectiva y sé que algunas de sus novelas no son buenas, pero me admira lo que llegó a escribir.

Hablando del género, ¿cuáles son sus memorias predilectas?

El libro canónico del género, y en eso hay acuerdo universal, es canonico, y habrá acuerdo universal, es La educación de Henry Adams (el autor va implícito). Pero no sé si es mi proferido. Eso cambia por días. Me gusta Josep Pla, por su cinismo y realismo; además, creo que todo lo que escribió Schopenhauer es memorialístico; y me gustan muchas cosas, bastantes, de Emmanuel Carrère, sobre todo El Reino, porque soy un gran admirador del Evangelio de Marcos y él te ofrece una interpretación original.

Con una vida tan azarosa, ¿ha podido forjar una biblioteca estable?

He ido leyendo en los países en los que he estado y mi biblioteca está en mi casa de Barcelona, pero ahora estoy llevando libros a librerías que los aceptan gratis y los mandan a otros países. En mi casa hay todavía 14.000 libros, que habría que tirar algún día. Me gustaría vivir en una casa en la que cupieran mis libros y ver mi vida a través de los lomos; creo que me gustaría, pero a lo mejor me deprimiría. En cualquier caso, no soy fetichista: los libros se olvidan como las personas.

En su biblioteca, ¿cuál es la joya de la corona?

Una sería el primer libro que leí, con cuatro o cinco años, Tres narraciones maravillosas, de Stevenson, en la editorial molinos. Pero se lo regalé a Irene Hernández Velasco. Mi libro fetiche, y lo tengo en varios idiomas, es el Ulises de Joyce.

Un libro que se ama o se odia. Entiendo que usted es de los primeros.

Ahí sí pudo influir mucho mi padre. Él no lo soportaba y no pudo pasar de las primeras páginas, así que lo leí por rebeldía, de muy joven, en la traducción de Rueda. Era un libro dificilísimo, pero tenía que acabarlo. En la mili sufrí una pulmonía doble y leí la traducción de Valverde. Pensé: coño, esto es muy serio. Y luego ya me enamoré definitivamente al leerlo en inglés. Es la novela cumbre, porque más allá no hay nada. Bueno, hay cosas interesantes, pero no son tan revolucionarias como Ulises. Mi perro se llama Ulises, es un Golden y lleva 10 años conmigo.

¿Y Cervantes? ¿Qué hay del Quijote?

Ha sido muy importante desde pequeño. Yo aprendí a leer muy poco después de empezar a hablar, a los cuatro años. A los seis leía regularmente y mi padre me dio una edición pequeñísima del Quijote, y fue una tortura, un coñazo indescriptible. Luego volví a leerlo a los 16, en la edición clásica de Austral, con su portada gris. Ahí me pareció mucho más interesante. Acto seguido leí La vida de Quijote y Sancho, de Unamuno, y me pareció que no era eso lo que yo había leído, así que volví a leerlo. Unamuno no dio pie con bola en su vida, tenía esa obsesión de España y metía todo lo que le convenía, le interesaba para su causa. No entendió que El Quijote no tiene nada de esencia española, ni de lejos. Es igual que cualquier obra de Shakespeare, está anclada a su realidad y es universal. Es una parodia divertidísima sobre los gustos literarios de la época, sobre los usos sociales, y encima inventa una forma de narrar y un lenguaje español que no es el del Siglo de Oro. En la época hay verdaderos portentos, como Quevedo, que a mí me parece un capullo integral, pero el lenguaje de Cervantes puedes leerlo hoy sin mayor dificultad.

¿Recuerda su primer martini?

El primer no, pero uno de los primeros sí. Sería el año 78, y yo iba por Balmes a pie; una chica tuvo un accidente con un vespino, la recogimos entre varios y la llevamos a la clínica. Yo quedé muy manchado de sangre, seguí bajando la calle y llegué a Boadas. Era la una y no había nadie. Yo era joven, llevaba el pelo largo y barbas, unas pintas de Adán impresentable. Como yo veía Casablanca en esa época, pedí un martini. La dueña, que ya murió, me lo puso sin preguntarme nada de la sangre. He llegado prácticamente a la vejez y los martinis son de las pocas cosas decentes que sé hacer.

A muchos de sus coetáneos del mundillo periodístico les ha pasado factura la bebida…

Imagino que me pasará algún día. Mi drama es que no tengo resacas.

¿Cómo que drama?

No es una maravilla. La gente se cuida tras una resaca, deja de beber unos días, pero yo puedo beber sin límite y dormir cinco o cuatro horas, y no tengo dolor de cabeza al despertarme.

¿Dónde tomaría el último martini?

Seguramente en Boadas porque es uno de los lugares por los que siento afecto y, hasta donde yo sé, siguen haciendo martinis muy decente. Ahí he bebido con muchos amigos. Entrabas una noche cualquiera en los años 80 y estaba Vázquez Montalbán y gente que yo admiraba mucho.

Decía Scott Fitzgerald (y Hemingway se mofaba de ello) que «los ricos son distintos a nosotros». Usted que ha conocido a tantos ricos y poderosos, ¿qué opina?

Hablemos del rico auténtico, del que no puede concebir otra cosa. El que se ha hecho rico es un tipo normal que ha ganado mucho dinero y de esos hay poquísimos, como el de Zara, peor la mayoría ha heredado e incrementado la fortuna. El que ha sido rico toda la vida, el que no puede concebir otra cosa que ser rico, creo que puede ser lo peor o lo mejor, no hay término medio. He conocido gente maravillosa que ha podido dedicarse al aprendizaje, al altruismo o al espíritu. Y luego esos percebes que ven simplemente natural andar por ahí pisando a la gente. La riqueza de nacimiento te lleva a un extremo u otro, no pueden ser normales.  

¿Cómo definiría la elegancia?

No es uno de mis fuertes, aunque sí la aprecio en los demás. Yo creo que su hay que resumirla hasta el hueso, la elegancia es saber perder.

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