Ya empieza, ya empieza. Ya doblega agosto. Ya empieza. Ya los dondiegos vuelcan sus esencias más horas a la luz de la luna. Ya la marea humana de las playas va retirándose, ya vuelves a tener mesa libre en los restaurantes. Se hacen largas, algunas noches de este crepúsculo agosteño, que me viene a visitar tu fantasma, de muerte tan feliz. Se hacen largas, sí, pero Luis Alberto de Cuenca me ha lanzado un puñado de versos que podría dedicarle al silencio, después de cruzarme con tus ojos en las fiestas del pueblo, con la lluvia de los años densos viajando ya por el sumidero de la historia. «Odio a Eros. ¿Por qué no les dispara / a las fieras? ¿Por qué sigue apuntando con sus saetas a mi corazón?», escribe el poeta, «quiere ver cómo actúa el sentimiento / sobre un alma carente de emociones / Quiere inundar de vida la necrópolis / donde he vivido, muerto, tantos años».

Hay un fulgor de felicidad en el desengaño ya pasado, cuando ves apagar la luz que te abrasa, la luz que te apaga, la luz que no luce. De alguna forma, todo en este tiempo nos lleva a recordar el camino de lo bello, la mágica realidad que sintetiza David Foekinos en Hacia la belleza: « Las tristezas se olvidan con Botticelli, los miedos se atenúan con Rembrandt y las penas se reducen con Chagall».

La contemplación es lo propio del museo, pero también el alimento del escritor en cualquier lugar. Admiro en una céntrica y bulliciosa terraza la ropa tendida del flirteo, los amores cosechados en la orilla de las playas. Veinte años tienen, llenos de ilusión, con sus tres semanas agarrados de la mano y su risa nerviosa trufada de las carantoñas del amor. Supongo que la cosecha de entusiasmos incondicionales ha sido buena este verano. Lo sé porque aumentan las parejas mal vestidas los domingos en los cafés y se vacían de ojos bien pintados los pubs.

Desde el punto de vista biológico, el amor, el emparejamiento, no es más que una variante grosera de selección natural. Buscamos ojos confiables, rostros amables, voces firmes, pieles bronceadas, y cuerpos equilibrados; todo eso emite sensación de salud, el buen augurio de la confianza, la seguridad de lo duradero. Es el inconsciente de un latido ancestral, un instinto que empuja a perpetuar la especie de la forma más exitosa posible. Por eso caemos, supongo, en la impostura de maquillar la edad, de revestirnos de ropajes que proyectan una personalidad determinada, fuerte y creíble, más aún cuando los años van nevando sobre los cabellos, los desengaños nos van haciendo perder la paciencia y hemos visto crecer garras de nuestras manos, y los labios ya no conservan la tersura del primer beso.

Por suerte, en el juego opina también la razón, para evitar el emparejamiento con estafadores, con vendedores de humo, y con leonas peligrosas, de esas que más tarde devoran a sus crías.

Pase lo que pase en la trinchera de la vida, al caer el verano me regalo siempre unas horas reposadas de José Luis Alvite: «A veces la vida pone en tu camino una mujer fascinante, muchacho», escribe, «y entonces sabes que la echarás de menos porque las mujeres fascinantes están de paso». Para escribir, vivir; como le atizó a una mujer hermosa en otra de las Historias del Savoy: «Eres un personaje, nena, y los personajes no se merecen un reproche sino una crítica literaria».

Pronto arribará septiembre con su niebla rosa al anochecer, sus luces encendidas en los edificios, y las canciones de los discos tranquilos y sombríos. Pronto arribará septiembre para arrasar con flores negras los amores de verano, para aguar dentelladas de deseo, para frustrar tentativas de eternidad grabadas con hielo en el fondo de un mojito. Como Alvite, tendrá que ser entonces en la literatura, otra vez, donde aprendamos a respirar, donde consolemos esta cólera por los días y los sueños enterrados en la bajamar de la quimera de otro agosto inesperado.