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ENTREVISTA

Eduardo Segura: «Traducir a Tolkien es un desafío mayúsculo»

Eduardo Segura es doctor en Teoría de la Literatura y Literatura comparada, licenciado en Historia (moderna), Filosofía y Teología. Traductor y experto internacionalmente reconocido en la obra de J.R.R. Tolkien. En Libro sobre Libro hemos conversado con él sobre los textos del profesor de Oxford que creó la Tierra Media.

Hace treinta años, cuando nos conocimos, junto a Guillermo Peris, nos dijiste a unos alumnos de bachillerato que te gustaría hacer una traducción de El Señor de los Anillos «fiel a su espíritu». ¿Qué quería esto decir? ¿No traduciría «Samwise» por «Samsagaz»? ¿O es algo más profundo?

No lo recordaba. Cómo pasa el tiempo, ay… Pues supongo que una traducción que diese razón del carácter esencialmente filológico de su autor. Es decir, que fuese fiel a la carga etimológica de cada palabra, a los matices arcanos de la sintaxis, a esa tendencia manifiesta en Tolkien de optar siempre por una dicción arcaica. Traducir a Tolkien es un desafío mayúsculo. Sin duda, el más grande al que me he enfrentado.

¿Cuál es el tema central de El Señor de los Anillos?

Pues te lo respondo siguiendo la máxima de que donde hay patrón no manda marinero, con palabras del propio Tolkien: la muerte y la inmortalidad, y los modos de escapar, la longevidad cíclica y la memoria acumulativa.

¿Cuántas veces lo has leído?

No lo sé. Creo que es una pregunta tramposa… Un montón y, sin embargo, hace ya mucho, mucho tiempo que no vuelvo a ese libro. Estoy en otras cosas. Se lo leo a mis hijos, poco a poco; pero yo he perdido un poco el interés en esa obra. Leer es, creo, el reflejo exterior de nuestra evolución interior. Llevo más de diez años leyendo exclusivamente literatura norteamericana, y no ha sido algo planeado. Simplemente… vas cambiando.

A muchos lectores de El Señor de los Anillos se les hace cuesta arriba El Silmarillion. ¿Qué tipo de lector sería, por tu experiencia, el más idóneo para este libro: ¿el aficionado a mitologías, o el fan de Tolkien hasta el tuétano?

En mi experiencia, el fan de Tolkien suele perderse mucho del sentido profundo de su obra. Al fan de un equipo de fútbol o de un director de cine, también. Porque ser fan suele conllevar la pérdida de esa capacidad crítica que es básica para no pasar de fan a fanático, su triste —a menudo trágico— correlato semántico.

El Silmarillion es prosa poética. Es, por tanto, un libro de Tolkien en sentido nuclear, íntimo. Se suele señalar como una carencia la abundancia de nombres en él. Para mí ésa es, precisamente, su riqueza: la multiplicidad significativa que ofrece el mundo, y que requiere ser nombrada de maneras diversas.

En un momento de la historia especialmente prosaico, leer a Tolkien —esta obra en concreto—, es una rebelión, un acto desafiante: la protesta poemática que busca en la belleza de las palabras la verdad que el mundo nos oculta en el cinismo de los políticos, en las fake news, en las redes que enredan…

¿No es El Silmarillion, en realidad, una obra de Christopher Tolkien? ¿Le hubiera gustado a su padre la forma en que fue publicado? ¿Por qué es tan valiosa su labor de investigación y publicación, que le llevó toda una vida?

No lo creo. Pienso que Christopher Tolkien fue un editor, y un editor como pocos ha habido, tanto por erudición como por cercanía a la mente del autor, su padre, el relator literal de esa herencia. Creo que no se pondera con suficiente prudencia—con humildad—su trabajo, ingente en lo cuantitativo, digno de un amanuense medieval en lo cualitativo.

No sé si Tolkien habría aprobado la presentación final de El Silmarillion, pues él mismo pasó años intentando darle forma, sin lograrlo. La sobreabundancia de versiones de cada capítulo, las contradicciones entre unas versiones y otras… No sé, parece una tarea titánica de difícil solución. Gracias a Dios y a Christopher, tenemos la colección de La Historia de la Tierra Media para entender detalladamente la génesis y evolución de la mitología de Tolkien; así que el problema es menor para el lector actual.

Permíteme un brusco giro teológico: que la muerte sea «Don de Ilúvatar», como leemos en El Silmarillion, ¿no difiere de la doctrina católica? ¿Sería, en tu opinión, una reelaboración personal del concepto de «felix culpa», una conjetura sobre el mal? Ya en El problema del dolor, C.S. Lewis sugiere que gran parte del sufrimiento podría ser inherente al hecho de ser criatura, de «no ser Dios» y por tanto tener límites; y, no sólo, ni principalmente, consecuencia del pecado.

Se trata de una pregunta tan crucial como compleja. Tolkien no intentaba hacer teología, sino literatura (arte); y precisamente porque era católico, no quería llevar a cabo un correlato de una noción teológica—una alegoría—.

Por ser breve, creo que puede ayudar a entender esto el hecho de que en el original inglés la aposición que acompaña a la raza de los hombres «mortales», es «doomed to die»: destinados a morir, no «condenados», como se ha traducido de manera habitual desde los años 80, cuando aparecieron las primeras ediciones en español.

Eso quiere decir que en el designio de Ilúvatar (no de Dios), los hombres de la Tierra Media han sido engalanados con la prebenda de no estar «sujetos a los círculos del mundo», a la longevidad cíclica y, por tanto, a los peligros de lo élfico: la melancolía, el tedio, el narcisismo.

Los hombres mortales de Tolkien son, al menos a priori, protagonistas de un teodrama que se mueve en otras coordenadas antropológicas, antes estéticas que morales.

A un fan acérrimo de las películas de ESDLA que no haya leído los libros, ¿lo considerarías «tolkieniano»? ¿Qué es lo mejor y lo peor, según tú, de la primera trilogía de Peter Jackson? Ya te adelanto que para mí lo mejor es la música de Howard Shore.

No creo que sea tolkieniano alguien que renuncia a beber en la fuente original, como no sería picassiano alguien que no apreciase del dibujo, o que no conociese en profundidad a Velázquez.

Sí, la música es buena, aunque yo echo de menos una concepción musical menos orquestal, donde cupiesen los logros del llamado rock progresivo, la aplicación de la electrónica y el sintetizador a la composición; otras concepciones rítmicas…

En cuanto a lo mejor… No sé, no soy muy «fan» de esas películas, como tú dices. Me gustó mucho el arranque de la primera película, hasta que Frodo y Sam se marchan de la Comarca; los Jinetes de Rohan; ¡Gandalf!, por supuesto… Y algunos momentos cinematográficos supremos, como el encendido de las almenaras en El retorno del Rey, o la coda final de esa misma película, la despedida y la tristeza, y el regreso…

Pero, en general, creo que se trata de una película fallida: premiosa y de acción, con casi nula atención a lo contemplativo, al tempo lento indudable de esta obra.

¿Te gusta mucho la versión de Ralph Bakshi? Hay momentos más solemnes y emocionantes en esta peli que en las de Jackson.

Sí, personalmente aprecio mucho más la mirada de Bakshi, su estética, la sensación de extrañeza que provoca asomarse a ese mundo «manchado», en penumbra… Creo que hubo ahí un latido artístico más poderoso que el de Jackson, demasiado tributario del cine espectáculo y de aventuras al estilo del Hollywood posterior a Spielberg y George Lucas.

De las películas de El Hobbit, de Jackson, ni hablamos ¿no?

Nec nominetur in nobis.

Cambiando de tercio, ¿crees que existe un disfrute específico de la obra de Tolkien del que sólo es capaz un filólogo? ¿Qué significa la célebre cita de Tolkien, «el humus de mi creación es, principalmente, materia lingüística»?

Sí, indudablemente un filólogo —también el no profesional, el que sea un amante de las palabras, que eso significa «filólogo»— es capaz de apreciar mejor los matices porque ve más, llega a apreciar la profundidad de los matices con que Tolkien adornó su obra. La invención de la Tierra Media, el hallazgo, hundió sus raíces en la profundidad telúrica del modo en que las palabras desvelan—¡son literalmente apocalípticas!—el sentido del relato, la concatenación de las peripecias, los destinos entrelazados de los personajes, la tensión entre libertades individuales y destinos cósmicos… En el caso de Tolkien, todo eso está en las palabras, y surge de ese sustrato lingüístico. No en vano, él desarrolló antes los idiomas que había inventado, y sólo después acometió la tarea de otorgar a esos idiomas un contexto histórico verosímil.

¿Cuánto nos puedes contar de tu participación como asesor de Amazon Prime Vídeo en la serie Los anillos de poder? ¿Te han criticado mucho por redes sociales? A mí me ha resultado un tanto sosa la serie, aunque impecablemente filmada y producida, y a Galadriel no «la veo».

Bueno, mi participación ha sido efímera: ha durado sólo la primera temporada. Me he bajado del proyecto, pero no por desavenencias con los creativos del Amazon, sino por razones que no puedo comentar de momento.

A mí me gustó, lejos de entusiasmarme. Me pareció un relato bien contado, deslumbrante en la puesta en escena, bien dirigido en la mayoría de los episodios… Desde luego, contaba con muchas trabas, dada la imposibilidad de contar con los permisos legales para incluir personajes, nombres, etcétera, de los libros de Tolkien. Pero los añadidos no me han parecido en todos los casos los «errores imperdonables» que muchos —demasiados— fanáticos han querido ver. En el caso de Galadriel, por ejemplo, animaría a los más papistas que el Papa, a leer todo lo que Tolkien cuenta sobre ella en los Cuentos Inconclusos, y caerse del burro si, por rara fortuna, la humildad pudiese más que el prejuicio.

Yo he fumado en pipa toda la vida, hasta hace poco, por culpa de Tolkien. En concreto de la foto de la solapa de la edición de Círculo de Lectores de ESDLA, la antigua. ¿Cuánta importancia tienen en la, digamos, «filosofía de vida» de Tolkien las costumbres de los hobbits, como reivindicación de la vida sencilla y doméstica, y los placeres del hombre común, que diría Chesterton?

Creo que están en la base. Tolkien afirmaba ser un hobbit, no haber visto a Sauron en este mundo, pero haber reconocido a la numerosa estirpe de Saruman en la dirección de los cuatro puntos cardinales… Es decir, esa filosofía de vida a que aludes es la que contrasta modos de vida serenos, telúricos, sencillos y sabios, con el continuamente renovado deslumbramiento que nos sigue causando la mentira del progreso ilimitado, la servidumbre a la tecnología, las burdas reinvenciones del cinismo y el poder entendido como dominio.

Por eso yo, siguiendo al profesor Tolkien, brindaría por los hobbits: para que todos podamos «ver de nuevo la primavera en los árboles».

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