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Los niños se quedan a dormir en casa de mi suegra este fin de semana que Leonor y yo pasaremos en el campo de unos amigos. Anoche, Leonor se había ido al campo al mediodía y yo –por el trabajo– no, pero los niños ya dormían en casa de mi suegra, para que yo pudiese salir muy temprano. Pero me dio melancolía mi casa vacía y me acerqué a darles las buenas noches. Quique salió a saludarme a la puerta con cara de circunstancias: se le habían olvidado el agua bendita y el evangelio. Le celebré su tristeza ortodoxa. Luego entré en su cuarto para otra cosa y vi que había trincado mi tableta (que tiene prohibida) y que tampoco había olvidado su bolsa de agua caliente y el calentador del agua. «Eh, pillín, ni eso ni eso ni, sobre todo, eso te lo has olvidado, ¿verdad?». Y le entró una tristeza tremenda que todavía me dura, casi inconsolable. Cuando he visto el novillo deslumbrado por las luces del coche, he vuelto a recordarle.
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Tenía quizá una pequeña pereza por el viaje en coche solo y tan cansado después de una semana de locos. Pero Leonor me dejó fuera la ropa que me tenía que llevar, y había un chaqueta que me regaló mi madre. Pensé entonces en lo que mi madre habría disfrutado de que le contásemos del fin de semana. Y ya se me han disipado hasta las mínimas perezas.
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Por el camino, ya no se veían almendros en flor, pero que luz recogen y devuelven las palmeras. Recuerdas a esos castillos de copas de champán que se ven en las películas de las fiestas un poco horteras. Cogen la luz y la derraman.
Al entrar, me extraño la chimenea encendida, con el día tan espléndido que hacía. Luego de la siesta, con frío, la agradecí de corazón. Y le escribí una soleá:
La primavera:
Afuera, el sol;
dentro, la hoguera.
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Paseo. Charcos, correntías, río. Jaras en flor. No hay nada que añadir.