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Una Patria fallida

La tarea televisiva de Patria era hercúlea. Pocas producciones han tenido que sortear tantos listones: el sello de calidad de la marca HBO, el fervor del público y la crítica con el material literario de Fernando Aramburu, el prestigio televisivo de Aitor Gabilondo y el abordaje de un tema tan doloroso, delicado y polémico. Es entendible el vértigo de una producción así, casi obligada, desde su germen, a erigirse en obra maestra televisiva y en documento sociopolítico de la mayor tragedia de la democracia española.

Con tantos focos puestos en Patria, la serie generó una torpe y merecida polémica antes de su estreno, con aquellos carteles que parecían establecer un paralelismo entre los sufrimientos de un asesinado y el preso que le había descerrajado un tiro en la nuca. Pero, más allá de paratextos y marketing, ¿caía la serie en el blanqueamiento o la equidistancia? Ummm. No. Contemplado en su conjunto, los ocho episodios plantean un potente relato sobre el crimen político, la metástasis social y el heroísmo del perdón. En este sentido, es un relato muy anclado en la realidad de la Guipúzcoa profunda de los años ochenta, con sus miradas de odio y sus exclusiones paulatinas del “español”.

El mensaje del libro mantiene, pues, su vigencia en la pequeña pantalla: ETA queda retratada en toda su inmundicia moral, sin ahorrar ni una pizca del daño cometido. Las familias rotas y la batalla por el relato en pugna permanente. Sin embargo, donde sí resbala la serie es en la injusta asimetría con la que se trata el aparato del Estado (ámbito judicial, personal de prisiones y, sobre todo, la Guardia Civil). Ahí se echa de menos una mayor densidad dramática, que evite la sal gruesa. En una serie que se afana — aunque tantas veces no lo logre — en alumbrar los claroscuros, resulta sorprendente el trazo groseramente simplista empleado con los policías, en especial en el maniqueo séptimo episodio.

Es el gran problema de la adaptación televisiva de Patria: su irregularidad dramática. Hay relaciones familiares y amistosas que se miman con detalles: una mirada de desprecio, el olor de una cazadora que recuerda al asesinado, una caricia en la plaza mayor del pueblo, un aita incapaz ya de escuchar, el silencio de un almuerzo tras un paseo en bici. Sin embargo, junto a estos lancinantes gestos, Patria también presenta personajes que son más dispositivos dramáticos que entidades con vida propia. Estos meros resortes que pretenden equilibrar el drama o hacer avanzar el relato evidencian las limitaciones de la adaptación televisiva: falta de matiz, exceso de literalidad. La novela, precisamente por disponer de más espacio reflexivo, no caía en el blanquinegrismo que a ratos atenaza a la imagen audiovisual. Por ejemplo, un monólogo interior o una conversación con una lápida se pueden resolver con gracia intimista sobre el papel… pero resultar impostados cuando se traducen a secuencias en movimiento.

Por todas estas astillas, durante sus ocho episodios Patria nunca termina de alcanzar una textura barnizada. Siempre emergen peros, como quien anda merodeando por el trampolín… y no se atreve nunca a saltar. Así, la serie de Gabilondo combina imágenes tan preciosas y simbólicas como los títulos de crédito con escenas de brocha gorda como la del cacheo a Nerea. Se entremezclan dolores que van cociéndose a fuego lento, como la progresiva exclusión social de Txato, con virajes repentinos entre dos amigas de toda la vida. Hay ocasionales trabajados (el novio de Gorka) y otros que apenas representan una cuota moral (el sacerdote equidistante). Incluso un mismo personaje —la atormentada y generosa Arantxa, encarnada magníficamente por Loreto Mauleón— puede encarnar un drama matrimonial destemplado junto con un progreso hacia la verdadera reconciliación, clave en la historia.

Ojalá la adaptación televisiva hubiera podido resultar más redonda. El nivel de producción es notable, capaz de calarnos con esa lluvia que acompañaba al alma en los años de plomo. Visualmente, hay secuencias muy potentes, como el plano-secuencia con el que se rueda el bautismo de sangre de Joxe Mari o ese último abrazo —sencillo, emocionantísimo— en medio de la plaza. La inolvidable melodía de Fernando Velázquez llora la ausencia y revive el dolor. Actrices como Ane Gabarain y Elena Irureta arrasaron merecidamente en la temporada de premios. Y, sin embargo, a pesar de sus virtudes, la Patria de HBO quedará en la memoria del espectador como un intento fallido. Ojalá, parafraseando a Ferlosio, vengan relatos sobre el terrorismo mejores, que nos hagan más lúcidos.

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