Se abren despacio las flores a la luz sedosa. El viejo sendero ha cambiado tanto que sigue siendo el mismo de siempre. Verde y frondoso en esta época del año, despierta a la vida cada marzo, y pone en pie la memoria del niño que lo pisó por vez primera, tostado por un idéntico sol infantil, en los días en que todo estaba por hacer. «Como las palabras sobre el papel», escribe Mónica en El país de los pájaros que duermen en el aire, «la vida tuvo que caer sobre la Tierra. Y eso lo saben bien los agricultores que hacen vivir y erguirse, a fuerza de encorvarse, lo que cultivan. El principio se parece al fin. La vida empezó cayendo». Caemos, caemos victoriosos, como el escapulario del Carmen sobre tu levísimo escote.

Contrasta el alma exuberante y novedosa de la primavera, y los colores intensos de tu mirada, con la acedía que prima en la cara interna del muro de mi ciudadela, ni abatida ni guerrera, tibia. Tu mano entrelazada bien podría ser el asidero de mi debilidad. «La soledad me da frío», escribe Ivo Andric, «parece que hasta mi soledad se ha aburrido de mi compañía y hasta ella me ha abandonado, así que estoy solo –que el cielo se apiade de mí». Más que lastimera, su oración suena un poco pedante.

En El rumor de la montaña, al viejo Shingo le irrita descubrir que su bella nuera Kikuko no ha contemplado como él que el ginkgo ha vuelto a brotar, «pues eso sugería cierta indiferencia». ¿Qué, si perdemos aquello que debería conmovernos? «Lo ves cada vez que cruzas el portón de entrada. Debes verlo quieras o no. ¿O es que tienes tantas cosas en la cabeza que sólo miras el suelo?», truena el anciano. Ella, graciosa y dócil, promete prestar más atención. «Para Shingo hubo un toque de tristeza en su afirmación de que ‘eso no volverá a suceder’. En toda su vida ninguna mujer lo había amado hasta el punto de querer ver lo mismo que vieran sus ojos». Amar hasta querer ver lo que ven otros ojos. Qué conquista.

Tras la curva de la hierba alta, el mirador. El valle tiene todavía el color lúgubre del invierno. Una vez quise abrazarte aquí, con nuestros ojos reposados en los tejados grises de la solitaria aldea, que parece una maqueta en la distancia, que podemos taparla solo extendiendo un pulgar. Una vez quise, pero entonces eras aire desvanecido, un espejismo inmortal, la quimera de una belleza, como en los cuentos de princesas cuando se desvela un hechizo y él no existe, o ella es solo vapor de estrellas.

Entonces, «me pesan mis veinticuatro desolados años», de nuevo Ivo Andric, «me encuentro gris, polvoriento, como una tarde de verano, cuando el cansancio y el polvo caen sobre la ropa y no apetece caminar, y lo que se desea es descalzarse, echarse junto al camino y cruzar los brazos a la espera de nada observando el cielo. Grande. Vacío. Cristalino. Desesperanzado». Miro esta bóveda azul grisácea, apoyada sobre el manto verde de las montañas, esta bóveda bajo el primer latido de la primavera, con la desconfianza de quien recibe una inmensa alegría en medio de un tren de infortunios.

El reclamo metódico de un pajarillo solitario, silueta negra estirada sobre el tendido eléctrico, inquieto como el novio a las puertas de su boda, me recuerda lo que cuenta Mónica, y a ratos, quizá, entierro la indiferencia en una leve sonrisa: «No hay canto más insistente que el del escribano soteño. Es como un teléfono sonando que nadie descuelga. Es el macho que canta, para la hembra. Y la hembra, que está cerca, porque le gusta oírlo, hace que no le oye». La sordera de un amor.