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Las claves del éxito de ‘El cuento de la criada’

La primera temporada lo petó en su estrenó, allá por la primavera de 2017. El aplauso no fue unánime, pero en general la crítica la recibió con entusiasmo, se convirtió en objeto candente de conversación seriéfila, triunfó en los Globos de Oro y le llovieron un porrón de Emmys. Aunque su resonancia fue apagándose conforme pasaban las temporadas, es indudable que la adaptación de la célebre novela que Margaret Atwood escribió en 1985 puede catalogarse de éxito. ¿Cuáles fueron las claves?

El discreto encanto de la distopía

Comandante: Solo pretendíamos hacer un mundo mejor.

Offred: ¿Mejor?

Comandante: Mejor nunca significa mejor para todos. Siempre significa peor para algunos.

Desde el Nosotros de Zamiatin y el Un mundo feliz de Huxley hasta Los juegos del hambre de Collins o el Sumisión de Houellebecq, la distopía tiene tirón porque ubica al lector ante un espejo invertido. Un infausto “qué pasaría sí” envuelto en celofán. Cuanto más cercano a la realidad resulte el espejo, más siniestras e inquietantes resultan estas historias. Desde la distancia segura que permite la ficción, una distopía permite atisbar la fragilidad de nuestras sociedades, exprimir sabrosas lecturas alegóricas o contemplar la innata resistencia del espíritu humano frente a la tiranía. La serie de Hulu combina todos estos ingredientes para proponer una distopía donde se mezclan tinieblas teocráticas, supremacismo sexual y alerta climática. Ahí se ubican las penalidades contra las que lucha la heroína: June, una sensacional Elizabeth Moss.

Un heroísmo contra las cuerdas

Porque esa es otra de las claves de la pegada que tuvo la serie: un heroísmo llevado al límite. El cuento de la criada es un melodrama de lujo, donde las penurias de la protagonista enganchan con una lucha existencial, liberadora, donde late el destino del mundo, ni más ni menos.

“No lo consiguieron todo. Había algo dentro de ella que no podían arrebatarle. Parecía invencible”.

Aunque los villanos sean muchas veces de opereta, aunque la lectura política resulte exagerada, una historia necesita algo de esperanza si quiere ser masiva. En The Handmaid’s Tale puede que el heroísmo se vea contra las cuerdas en muchos momentos, puede que las escenas de violencia y violación sean turbadoras y difíciles, sí. Pero, como siempre ocurre, hay una parte que ni la mayor de las dictaduras podrá arrebatar: la libertad interior. El espectador empatiza hasta las trancas con esa titánica tarea de la aguerrida doncella de rojo.

La paleta de colores y los iconos visuales

El rojo, el azul, el verde, el negro. Un rasgo genérico de las distopías —a diferencia de los relatos post-apocalípticos— es la limpieza y orden que se respira en ese nuevo régimen supuestamente perfecto y dichoso. Lo inmaculado, lo uniformado, lo higiénico, sin embargo, embosca la monstruosidad de la opresión, la pérdida de la individualidad y el sometimiento al ideal colectivo.

“Es su culpa. Nunca debieron darnos uniformes si no querían que fuéramos un ejército”.

 The Handmaid’s Tale logra una visualidad apabullante, con su fotografía apagada en contraste con un surtido código de colores que refleja las castas (el rojo de las criadas simboliza la fertilidad menstrual, por ejemplo). Así mismo, el diseño de producción logró estampas icónicas con ese vestuario vintage y pulcro, que evoca a religiosas victorianas con sus caperuzas. En general, es una puesta en escena vigorosa, aunque a veces se pase de frenada y suene impostada, que sabe sacar partido a muchos recursos audiovisuales (voz en off, iluminación, ralentizaciones, primeros planos asfixiantes) para transmitir al espectador la claustrofobia y la rabia de la protagonista.

Arma letal en la guerra cultural

Aunque suene a estrofa de Siniestro total, la última de las claves que auparon el estatus de El cuento de la criada tuvo que ver con el momento de emisión.

“No hace falta ser una lumbrera. Todas las mujeres fértiles que queden deben ser recogidas y fecundadas… por aquellos de estatus superior, por supuesto”.

Esta tétrica frase del Comandante Guthrie resume la premisa de The Handmaid’s Tale. Una violación —unos vientres “alquilados” a la fuerza— para que los matrimonios de la clase dirigente mantengan la especie de un mundo asolado. Ahí es donde las lecturas de la serie se deslizaron hacia las denominadas Culture Wars que tanto nos preocupan y ocupan en tribunas de opinión y redes sociales. Era 2017 y el ámbito del entretenimiento mantenía su pulso con el Presidente Trump. Más allá de lo maniqueo de la serie (o quizá precisamente por ese blanquinegrismo dramático), El cuento de la criada se convirtió en munición dialéctica para usar en debates en torno al feminismo, el aborto, los derechos individuales o el totalitarismo en las democracias asentadas. La crítica televisiva, el comentario periodístico y el activismo político franquearon asiduamente las aduanas entre la realidad y la ficción, en muchas ocasiones con más rabia que rigor, como si la América de Trump anduviera vecina de Hitler y el ficticio Gilead no tuviera espejos más cercanos en las teocracias islamistas.

Son cuatro claves que discurren desde lo estético a lo ideológico y que nos permiten entender mejor las razones por las que El cuento de la criada ha entrado —para bien o para mal— en nuestro imaginario colectivo.

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