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Distopías imprescindibles

El interés por el género distópico trasluce una desconfianza generalizada hacia los perfiles con los que se insinúa el futuro. En los ejemplos más logrados de esta narrativa que fantasea con los escenarios que aguardan a la humanidad, buscamos pistas que nos anticipen el curso inmediato de la historia. La distopía es, por tanto, el producto de una época sobre la que pesa la sombra de su propia continuidad. Su éxito de acogida revela la persistencia de una inquietud que palpita bajo la festiva lámina de los días. Varios siglos de optimismo ilustrado y de fe sin límites en las conquistas del progreso han desembocado, paradójicamente, en un estado de zozobra colectiva acerca de lo que está por venir. Al fervor por la utopía, —siempre aplazada, siempre pendiente de su definitiva realización—, le ha venido a reemplazar un oscuro sentimiento de desorientación que contiene trazas de aquel terror milenarista que auguraba el final inminente de los tiempos.

Estas construcciones de la imaginación prolongan algunos de los elementos más inquietantes presentes en las sociedades de ahora mismo. De ahí su carácter verosímil. Pensemos, por ejemplo, en cómo el cine ha sabido rentabilizar los temores más acuciantes de la época, principalmente desde que la Guerra Fría y los avances de la industria armamentística dejaran como secuela en la conciencia de la especie la amenaza permanente de nuestra próxima extinción.

Pero esta inquietud no guarda relación tan sólo con aspectos de orden material, sino también con la evidencia de unas sociedades en las que los gobiernos ejercen un control cada vez más estrecho sobre los ciudadanos y, por tanto, la libertad comienza a percibirse como un bien en peligro. En este sentido, catástrofes como la reciente pandemia sirven de argumento a las tesis pseudototalitarias de quienes abogan por un orden global, sostenido en una tecnocracia anónima, que refuerce el poder de intervención sobre nuestras vidas de un puñado de organismo supranacionales.

Ante este estado de cosas, la literatura ha elaborado propuestas de diversa índole. A diferencia del cine, la ficción literaria ha tendido a adoptar un enfoque menos efectista y, en consonancia con la herramienta de la que se sirve, la palabra, se ha decantado por planteamientos de una más elaborada factura intelectual. Presumo que en mi lista de distopías imprescindibles el lector no encontrará títulos que le vayan a sorprender, pero precisamente este dato refuerza la idea de que la síntesis entre el talento predictivo y la capacidad para plasmar estas visiones anticipatorias en textos dotados de cierta altura literaria constituye un fenómeno creativo al alcance sólo de un contado número de escritores.

Vayamos, pues, con los títulos.

Un mundo feliz, de Aldous Huxley: Huxley pronostica una sociedad en la que no es necesaria la amenaza de la violencia física para someter a la población. Los avances de la técnica permiten llevar a la práctica una modalidad de despotismo que comienza con la eliminación del primer núcleo de resistencia que podría servir de amparo a la persona: la familia. El individuo crece desprovisto de vínculos, pero predestinado, por arte de la manipulación genética, a formar parte de una determinada clase social, sin ninguna expectativa ni voluntad de rebelarse. Con todas sus necesidades materiales cubiertas, extirpados de su conciencia tanto el temor a la muerte como la necesidad de belleza o heroísmo, lo que quedará será un ente al que cada vez resultará más problemático adjudicarle la denominación de persona.

1984, de George Orwell: Junto a la de Huxley, se trata de la más célebre de las distopías surgidas en el agitado siglo XX, y suele competir con la anterior en cuanto al grado de cumplimiento de sus profecías. Sin duda, Orwell incide más en el aspecto propiamente político del nuevo orden, a través de la descripción de un mundo sometido a un poder tiránico mediante las herramientas de la propaganda, el fomento del odio al enemigo (imaginario o real), la manipulación del lenguaje y, llegado el caso, la tortura física. Inspirada en los dos grandes regímenes totalitarios del siglo XX, lo que sobrecoge de la novela es comprobar hasta qué punto algunas de sus predicciones más sombrías se hallan ahora mismo en trámite de cumplirse en el marco de las sociedades occidentales.

La carretera, de Cormac McCarthy: Con La carretera ingresamos de lleno en el ámbito de lo apocalíptico. McCarthy recrea un mundo posthumano donde un padre y un hijo, al mismo tiempo que luchan por sobrevivir, se debaten por conservar un último vestigio de humanidad que evite su caída en el abismo de barbarie que les rodea. Es, en su brevedad, una novela memorable. Escrita en un estilo dotado por momentos de un hondo aliento poético, de una concisión y una exactitud casi bíblicas, ofrece al menos tres posibles lecturas: además de la propiamente distópica, figura el componente de terror que rodea la peripecia de los protagonistas y, sobre todo, la historia de amor entre un padre y un hijo que representa el único punto de luz que subsiste en mitad de una oscuridad completa.

Sumisión, de Michel Houellebecq: El gran fenómeno editorial de Francia, el polémico Houellebecq, jugó también la carta de la distopía con una novela en cuya trama, al contrario de lo que sucede en las mencionadas hasta ahora, no se producen cataclismos que alteren la faz del mundo. En Sumisión, sencillamente, se procede a levantar acta del instante de claudicación final de una civilización, la nuestra, ejemplarizado en un acontecimiento político: la llegada al Elíseo, como presidente de la República, y por vías intachablemente democráticas, de un candidato musulmán. El corto plazo con el que juega el autor (2022) le confiere a su novela una condición de inmediatez con la que quizá Houellebecq pretenda comunicarnos la verdadera tesis de su libro: nuestra suerte está echada.

El imperio del bien, de Philippe Muray: el último libro de esta nómina de distopías imprescindibles resulta una obra muy particular. Para empezar, se trata de un ensayo de tintes panfletarios, en el mejor sentido del término: polemista, ácido, de una mordacidad desatada, lúdica e inclemente. El autor, muerto en marzo de 2006, a la edad de 56 años, volcó su vena vitriólica en la denuncia de un mundo que se percibe distópico en la medida en que estemos dispuestos a aceptar que lo que fustiga en sus páginas es un proceso todavía en curso que puede, en consecuencia, resultar reversible. De no ser así, podemos dar por sentado que el clima de fiesta perpetua y empalagoso buenismo en que vive inmerso desde hace décadas Occidente, y que Muray denuncia con un estilo tan divertido como en último término inmisericorde, no es sino el síntoma más siniestro y explícito de nuestra disolución inminente.   

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