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Elogio de la traición

No me malinterpreten. La traición es abyecta y abominable. Escribo estas líneas a horas del Viernes Santo y, si no fuera por ello, no tendrían final feliz.

El traidor es un depredador intraespecie, su vileza da en la línea de flotación del apego, vínculo reconfortante como pocos, la manta tejida por la abuela que arropa tras una mala noticia. El apego permite que el otro sea tu hogar, un refugio en la montaña en un día de ventisca; un «puertas» de cien kilos cuando las calles están llenas de bandidos; un padre con la casa encendida esperando nuestro regreso; unos brazos que te rodean y exorcizan las noches oscuras; una voz al otro lado del teléfono y a miles de kilómetros que no te dejará sola jamás; un mensaje de tres palabras en el que casi se puede oír el ruido de una espada al ser desenvainada.

 Si no tienes en común a los mismos enemigos es porque el enemigo es él.

Gracias al apego somos capaces de entregar nuestros anhelos y la capacidad al otro de herirnos. Al aniquilar la confianza abandonada en nuestra primera línea de defensa, aquella que habíamos elegido para amarnos y protegernos, el traidor se convierte en un estafador. La herida emocional que provoca no merece ningún panegírico y, de hecho, tiene su propio trauma.

El trauma por traición asuela la manera de estar en el mundo de la almas que han venido a honrar la alegría y a dar(se). El perpetrador exhibe un deshonor que encierra a los que bancan la belleza en una habitación húmeda y oscura y los sume en la incredulidad. Poner nuestra vulnerabilidad en sus manos y otras historias de terror. Dice el profesor David Cerdá en su libro Ética para valientes, que la vulnerabilidad del ser humano es la clave de bóveda de su dignidad, y que, de igual modo, el reconocimiento de la vulnerabilidad propia es la antesala del honor.

Ya saben en quién no está el honor ni se le espera. Ni la vulnerabilidad, ni la dignidad. Ni los reaños, al cabo. Criptorquidia, si me lo permiten. Emasculación, ya que nos ponemos.

Así pues, el elogio al traidor jamás glosará su espíritu o coraje; su integridad o su aristocracia.

Tomemos por caso a un don Juan, a quien la sabiduría popular otorga un simpático aire de audacia y espuria galantería. La realidad es que en el Tenorio apuesta con don Luis Mejía «quién de ellos sabía obrar peor, con mejor fortuna». Las mujeres seducidas por ambos son víctimas colaterales de la bravuconería. La conquista –en serie o simultánea- por probar una dudosa hombría es de cantante de los setenta trasnochado o de frecuentador de clubes marbellí. Las traiciones afectivas por otros motivos, y especialmente las muy concurridas en víctimas, suelen ser cosa de individuos cartografiados en el DSM.

Dejemos el código postal del corazón y sus circunscripciones a un lado. Si algo hay en la historia de la humanidad y de la literatura, valga la redundancia, son traiciones a gogó.

Rupert de Hentzau, protagonista de la novela homónima de Anthony Hope y secuela de El prisionero de Zenda, es un supervillano. De alta cuna y epatantes modales, no duda en servirse de la traición para conseguir los favores del rey Rudolf V. El retrato del traidor está bien conseguido: lo tiene todo como personaje oscurísimo pero algo en él es capaz de ejercer una irresistible atracción. Ingenio y audacia y un magnífico James Mason en sus pantallas.

Generalmente, los traidores no son despreciables y viles todo el tiempo. En algún momento tuvieron que ganarse la confianza de sus víctimas, de parecer honestos, de inspirar grandeza, de mentir sin sonrojarse, de meterlas dobladas, de tener un je ne sais quoi o regalar flores. El tintineo de las 30 monedas de plata no se oye con la guardia baja y la empatía alta. «Mi abuela también acariciaba a las gallinas antes de retorcerles el pescuezo», comentaba alguien.

La traición no es relativista, otra cosa es que los beneficiarios de la misma hagan causa con ella. Cervantes habla de las traiciones de Vellido en El Quijote porque la muerte de Sancho II de Castilla no era la primera que consumaba. Vellido Dolfos era un asiduo a la traición y a la tradición (familiar): «hijo de Dolfos Vellido/cuatro traiciones ha hecho/y con ésta serán cinco/Si gran traidor fue el padre/mayor traidor es el hijo».  Los castellanos llamaron a una de las puertas de la muralla de Zamora el Portillo de la Traición. Ocurre que con la muerte de don Sancho, la ciudad quedaba para doña Urraca –como así había decidido Fernando I de León– por lo que un punto de vista de la historia (y un ayuntamiento) leonófilo, cambiaron el nombre a Portillo de la Lealtad.

Y, con todo, la traición por antonomasia en el devenir de la humanidad se consuma con un beso. Dice Giovanni Papini en Historia de Cristo que el misterio de Judas es el único misterio humano del Evangelio.

Judas no pudo contener en su alma pequeña el Amor que Jesús le entregó. Le desbordó verse amado al extremo y no albergar en su pecho más que un corazón vacío. Su abismo insignificante frente a la Eternidad. Se rebeló contra la incondicionalidad inmerecida, se revolvió contra Aquel que conociendo su miseria le lavó los pies.

Quien nos precedió en esto de transitar el deshonor, de desertar de la valentía propició nuestra redención. Quien comió de su pan y bebió de su vino le vendió a los malvados. El resto le abandonó. Judas no sólo abdica del honor, no sólo rechaza al que más le ama sino que le besa en la hora de las tinieblas. Los labios que le llamaron amigo pronuncian las palabras de la infamia. «Aquél a quien yo besaré. Ése es».

El epítome de la traición, la traición infinita, la traición a Dios mismo es utilizada por el afrentado para salvar a los hombres.

Sin una traición la humanidad no habría sido redimida.

Felix culpa.

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