El tiempo nuevo ha venido. He cambiado mi silencio por un beso al firmamento, en las noches claras, la Vía Láctea es la diosa Hera atormentada por Heracles, para que llegue al otro hemisferio de la primavera, donde el mar baña la orilla con candidez, y tus manos hacen relojes de arena en la playa. Me he hecho amigo del brillo de la luna, ese relámpago espectral níveo y azulino, y sonrío a sus mares serenos de misterioso amor selénico.

He vuelto a mudar la distribución de mi escritorio. Es la tercera vez. Diría que estoy intentando darle la espalda a la malaventura de un ayer plomizo. Ahora el sol de la mañana me baña las piernas mientras garabateo papeles. La vida regala su optimismo al pobre. Tiro más folios que nunca. No por exigencia, sino por decadencia. La musa se hace de rogar cuando reina el orden. Llueve. Sale el sol. Llueve. Hace frío. Sopla el viento. Se nubla. Relampaguea. Hace calor. Abril es el mes de la locura. Flor en los almendros. Todos los bohemios somos ya un envejecido Hölderlin intentando culminar un verso, sus Poemas de la locura, agarrándose con las dos manos la eclipsada cabeza, para detener el flujo de la demencia y clavar los ojos en una instantánea belleza:

De lejanas alturas desciende el nuevo día,
despierta de entre las sombras la mañana,
a la humanidad sonríe, engalanada y alegre,
de gozo está la humanidad suavemente penetrada.

Enloqueció el Karsky de Rilke ante los ojos azules de Elena, y así se abrazó con un inédito entusiasmo a esa primavera que concede días de dolor letífico, días de Pascua, en los que «pasearse sin una flor en la mano es un pecado». «A menudo he deseado», pensaba el muchacho, «haber estado enfermo durante todo un largo invierno, y regresar lentamente, poco a poco, a la vida, con la primavera. Estar sentado ante mi puerta, llenos de asombro los ojos, conmovido por un agradecimiento infantil hacia el sol y la existencia». No hay más gratitud que la que encierra la mirada brillante de un niño, y la de un anciano, así, como dice el poeta, sentado a su puerta.

Damos gracias entonces por los días grises, que nos permiten saborear el contraluz de los floridos. Contraluz compartido. «Dos seres que viven la misma dicha se encuentran rápidamente», Rilke, «la joven enferma y Víctor se embriagaban de aire fresco y perfumes primaverales, y sus almas resonaba con igual júbilo». Escribe el de las Elegías de Duino que la voz de su enamorado protagonista era «semejante al rumor de los álamos». «Todo esto es como un ensueño», dirá Karsky, «tú me has encantado. Con esa rama florida, yo mismo me he dado a ti. Todo está cambiado. Hay tanto luz en mí. Ya no sé lo que era antes. No siento más ningún dolor, ninguna inquietud, no, ni aún un deseo en mí. Así imagino siempre la beatitud». ¿Por qué no existe el verbo indesear?

Las rosas tardan tanto en asentarse, los brazos de sus tallos muerden y se enreda, ya sea en mi verja o en tu maleza. Valle-Inclán, mientras escribía Luces de bohemia, apuraba el poemario El pasajero. Era 1920:

Cuando iba por la selva nocturna, sin destino,
escuché una esperanza cantar sobre el camino,
en la alborada de oro. Yo pasaba. Su canto
daba sobre una lírica fresca rama de acanto.

Y entonces, perdida su alma vagabunda en una rosaleda, acertó a conversar con las rosas y recogió de ellas «el sideral secreto», como otra primavera:

Mi Alma se daba,
dándose gozaba,
y transcendía
su esencia en goce.

El tiempo nuevo ha vencido, quizá. Abril es un escenario propicio. Los días largos y las penas cortas. En la nueva ubicación de la mesa, escribo descansando los ojos en una pared blanca, desnuda y tediosa. La luz también puede enloquecerte. El despertar de los campos, frescos, verde pasto, y salpicados de lágrimas de arcoíris en estos días, es arma de doble filo. Sin tus manos asidas al alma de sangre y gangrena, sin un motivo más grande que el cielo luminoso, sin el temblor de una ilusión primera, todo abril puede volverse estúpido. Está en Foxá:

Todo inútil y triste,
como el sol a los ciegos,
la primavera al poste de telégrafo
o la lluvia dulcísima de mayo
a las amargas rosas del océano.

Dirá después en su Inútil primavera:

Desde que no eres mía
me pregunto por qué sigo viviendo,
dándole cuerda todas las mañanas
al roto corazón roto y sin péndulo.

Quizá, no quiero desdecir al poeta, tan solo dándole hoy cuerda al roto corazón podamos pervivir cuando lo árido gane de nuevo la partida, no me queden ángulos inéditos en los que voltear mi escritorio, y el sol empiece a escamotear las horas en su segunda venida.