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Al otro lado de la colina

Day after day, alone on the hill… Así empieza «The Fool On The Hill», la lírica canción de Paul McCartney cuando estaba en los Beatles, dedicada a ese loco, o tonto del pueblo, que escucha voces en su cabeza y nadie sabe lo que lleva dentro. Fue este precisamente el título que escogió para sí Jesús Quintero (1940-2022), periodista singular, leyenda del género de la entrevista, recientemente fallecido.

También decidió ser El Perro Verde, o el Vagamundo o, simplemente, El Loco, pero esa canción no se me quita de la cabeza cuando pienso en él, por mucho que utilizase también el hipnótico «Shine On Your Crazy Diamond» de Pink Floyd. The man with the foolish grin… El hombre con la sonrisa boba. Well on the way, head in a cloud… la cabeza en las nubes. And he never gives an answer… Y él nunca da una respuesta. ¡Exacto! Quintero siempre fue el que hacía las preguntas. Y de las más rebuscadas, o imprevisibles, que pudiera uno echarse al oído. Mi padre me decía que poniendo la radio, incluso si había silencio –algo prohibido en una emisora– podía saber que era Quintero el que estaba al micrófono. Se escuchaba la calada al cigarro, la exhalación, después la risa. Y por fin la pregunta. Day after day…

Preguntas y silencio

«¿A qué sabe la carne humana?». Esta es una de las más extrañas preguntas nunca hechas en televisión. Quintero entrevistó a asesinos confesos en la cárcel, a ministros, a famosetes de medio pelo, a personajes de la noche espúrea, a los desechos de la sociedad, a premios Nobel. Primero en la radio, y luego en televisión, donde recreó el ambiente íntimo de aquella con oscuridad circundante y luces bajas y cálidas sobre ambos, entrevistador y entrevistado. Con todo, las preguntas no eran la especialidad de Quintero. Eran los silencios. Decía el también periodista radiofónico Federico Jiménez Losantos que la entrevista más difícil se la había hecho Quintero. Él ya sabía que tenía que ir prevenido al estudio, porque lo peor era cuando aquel se quedaba callado, sonriendo picarón y te espetaba: «Fulanito Perengánez… (larga pausa) ¿Qué?». Cuando el entrevistado empezaba a responder a una pregunta del tipo «¿Qué tal se llevaba con sus padres?» (hablaba siempre de usted), Quintero no intervenía. Se quedaba mirando callado cuando el entrevistado parecía haber terminado su respuesta. «Y ahí (seguía Losantos) es cuando uno cae y cuenta hasta la Primera Comunión». Ese ritmo, ese tempo incitador, era la marca de la casa de Quintero. Pero la otra mitad, que no es arte interpretativo o puesta en escena, era el guion, el texto que sustenta la teatralidad del personaje bajo el foco. ¿Quién escribía esas alocuciones, esas preguntas desde la colina?

El hombre detrás de la colina

Esa persona no es otra que Javier Salvago. Nacido en Paradas (Sevilla) en 1950, es un poeta y narrador que se define como guionista «para comer». Ha escrito para Encarna Sánchez y para Iñaki Gabilondo y fue durante treinta años el hombre en la sombra de Quintero. En Diario de Sevilla dice que «Las entrevistas las planteábamos como obras de teatro, con planteamiento, nudo y desenlace».

Quintero tenía una visión artística del género, y por eso congeniaron tan bien. Dice Salvago que fue el poeta Fernando Ortiz quien le salvó de ser moderno: «Era sólo un par de años mayor que yo, pero fue el que me orientó. Cuando yo lo conocí estaba tonteando con ser moderno y todas esas pamplinas. Él leyó algunos poemas míos en los que se dio cuenta que yo, en verdad, era becqueriano y manuelmachadiano, y me dijo: «tío, ¿por qué huyes de tu voz?». Quien lo conoce como poeta no puede dejar de sorprenderse por la ampulosidad, teatralidad de las alocuciones de entrada de los programas de Quintero, esas homilías en que se dirigía a «los pobres del mundo», o a «los poderosos». Cierto es que la performance quinteresca tenía mucho de irónica, con leve sonrisa socarrona que rebajaba la rimbombancia y el lirismo excesivo.

Salvago supo siempre distinguir entre su aspecto de poeta, íntimo y definitorio de su personalidad, con su trabajo en la radio y la televisión, donde se esperaba de él que desarrollara el aspecto más dramático de El loco de la Colina. Como poeta, fue un cantor discreto de la juventud pérdida, como en el poema «Los mejores años», homónimo de su mejor libro. O en este otro, en que manuelmachadianamente se felicita con ironía en el lugar que tendría que venir un lamento:

La lucha por la vida

Presiento que no soy el mejor yo

de todos los que quise ser y he sido.

He conocido otros más hermosos,

mejor amantes y mejor vividos.

-Todos, sin excepción, mucho mas jóvenes,

prometedores y atractivos-.

No soy el mejor yo.

Pero, al menos, aguanto y sobrevivo.

Los demás, con sus sueños

-cansados, derrotados, aburridos-,

fueron cayendo

uno tras otro en el camino.

No en vano, es de los poetas españoles actuales más afines al alma amarga del hermano de Don Antonio. En la citada entrevista, afirma: «Fernando Ortiz, Vicente Tortajada, Felipe Benítez y yo fuimos muy manolistas. El Manuel Machado de El mal poema es el mejor poeta de la experiencia que ha existido… esos poemas como «Retrato», «La canción del alba», «A mi sombra»… son una maravilla».

Aquí un ejemplo más pedestre de la poesía de la experiencia, que suscitó encendidos debates entre mis amigos poetas hace veintitantos años (ya de todo hace veintitantos años):

Me recosté en tu cuerpo…

Me recosté en tu cuerpo, mientras tú preparabas

la comida. El contacto de tu piel bronceada

me despertó los tigres, dormidos un momento,

y sentí que sus uñas me arañaban por dentro.

Aunque era mediodía, nos fuimos a la cama.

Luego la casa olía a lentejas pegadas.

Ese final anticlimático, hasta ramplón, me pareció en su momento un balde de agua fría. Hoy día, sin embargo, veo el encanto «anti-poético» que tiene, porque precisamente el lenguaje de este tipo de poesía se quiere desvestir de oropel, relajar el meñique y hablar en un tono menor, de diario. Este camino lo han llevado otros hasta extremos desangelantes, pero la poesía de Salvago, por su factura clásica a menudo con rima, ha mantenido un equilibrio entre lo oscuro del mensaje y lo armonioso y sencillo de su tono.

Aunque ha dicho alguna vez que «no hay nada más dañino para un escritor de fondo que dedicarse a un trabajo en el que tiene que escribir obligatoriamente todos los días para ganarse el pan», creo que esta labor no ha dañado lo esencial de su obra poética. Podemos seguir disfrutando de sus versos cuando ya los focos del estudio de la televisión se han apagado y el loco se ha marchado al otro lado de la colina.

Imagen: carlosmarmol.es

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