Cada genio es genial a su manera. En la canadiense Anne Carson todo resulta paradójico, llamativo, contradictorio, aleatorio, sorprendente. Le dicen poeta, pero ella no está muy de acuerdo. En su discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias quiso que colaboráramos con ella en un poema interactivo cuya interactividad resultó, se supone, variable. Su obra se resiste a la clasificación: según ella, es “un canasto lleno de cosas que poco a poco parece que siguen una idea. Meto la mano a ver qué es, pruebo distintas maneras de ordenarlo y distintos conceptos, y luego me fijo en uno”. Cree que las ideas en sí importan menos que las rutas que seguimos entre ellas: “No sé si realmente tenemos ideas; pensamos conexiones entre ideas. Por ahí se mueve la mente, eso es lo novedoso, y las ideas seguramente llevan mucho tiempo ahí, en mi cabeza, o en las cabezas de muchas personas. Pero los saltos entre ellas son totalmente nuevos en ese momento. Es algo mágico”.
Anne Carson o la paradoja de la cercanía remota;
De niña leyó unas Vidas de los santos. Tanto le gustó el libro, que luego quiso comérselo. Estudió latín porque la alternativa era mecanografía. Estudió griego porque su profesor de latín se lo enseñó también. Su tesis doctoral se titula Eros agridulce, y versa sobre Safo. En principio quiso ser pintora, y su primer libro de poesía, Short Talks (1992) empezó siendo “un montón de dibujos a los que puse títulos, y luego los títulos se hicieron cada vez más largos”, hasta que los dibujos desaparecieron. Sus libros son como collages, combinación de memorias, poesía, disertación y teatro, unidos en cada caso por un tema general. No le interesan los géneros formales: “Escribes lo que quieres escribir de la manera que tiene que ser”. Los títulos, subtítulos y descripciones de sus libros así lo expresan: Decreación. Poesía, ensayos, ópera. O La belleza del marido: un ensayo narrativo en 29 tangos. O Autobiografía de Rojo (una novela en verso).
Decreación (término acuñado por Simone Weil para referirse al vaciado de uno mismo para hacer sitio a Dios) incluye unos poemas sobre la muerte de su madre que mezclan tristeza y humor; dos artículos sesudos: uno que alaba el sueño, y el otro, sobre lo sublime en la obra de Longino (escritor griego del siglo III) y en la de Antonioni, cineasta modernista italiano; un “oratorio para cinco voces” dedicado en principio a Gertrude Stein; un artículo sobre los eclipses; un guion para una sitcom americana cuyos protagonistas son Eloísa y Abelardo; y por fin una “ópera en tres partes”: “Decreación: cómo las mujeres como Safo, Margarita Porete y Simone Weil cuentan a Dios”. “Participamos en la creación del mundo decreándonos nosotros”, dice Carson.
El protagonista de su obra más conocida, Autobiografía de Rojo (una novela en verso) es Gerión –ese monstruo que vivía en Gades, al que Hércules le tuvo que robar los bueyes-, trasladado a nuestro tiempo, convertido en un adolescente que se enfrenta a los problemas del sexo, el amor y la identidad, atormentado por Heracles, carismático gamberro que le rompe el corazón.
La muerte de su hermano en Dinamarca inspiró su penúltimo libro, Nox, que no es un libro. Viene en una caja y tiene forma de acordeón. Trae texto, fotos, cartas, collages. A su hermano hacía años que no lo veía, ni tenía apenas noticias de él… pero en el libro se cita el poema 101 de Catulo dedicado a su propio hermano muerto en circunstancias similares: ese poema es “una habitación de la que no puedo salir”.
Lo último que ha hecho Anne Carson es Antagonick, una personalísima traducción de la Antígona de Sófocles. Dice el coro: “¿En qué se parece un coro griego a un abogado? Los dos se dedican a buscar un precedente… para poder decir que esto tan terrible que vemos ahora no es inaudito, sabes, ya pasó antes, o algo parecido”. A Carson le interesan precisamente esos momentos en que no se encuentran precedentes y fallan las traducciones convencionales: “Podríamos desenterrar esos casos antiguos, hablar de Dánao y Licurgo y los cantares de Fineo: no servirían, a mí no me sirvieron, es viernes por la tarde y mira, ahí va Antígona a que la entierren viva”.
Louise Glück y la belleza austera.
Por su parte, Louise Glück, Premio Nobel de Literatura de este año, ha vivido siempre en el noreste de los Estados Unidos, tierra de tradiciones coloniales, de poetas como Robert Frost o Sylvia Plath o Emily Dickinson, que evocan inviernos muy fríos y veranos cortos; de gente a quien cualquier adorno excesivo resulta sospechoso. Escribe poemas engañosamente sencillos; el jurado del Nobel alaba “su voz inconfundible que con austera belleza hace universal la existencia individual”. En casi todas partes se citan estos versos suyos: “Miramos el mundo una vez, en la infancia./Lo demás es recuerdo”.
Dice Glück en “La muerte y la ausencia”, artículo recogido en Pruebas y teorías: “Cuando leemos algo digno de recordar, liberamos una voz humana; soltamos al mundo de nuevo un espíritu acompañante. Yo leo poemas para oír esa voz. Y escribo para hablar a las que he oído”.
La suya ha sido, y es, una carrera brillante, llena de premios y reconocimientos; fue poeta laureada, es profesora en Yale. Pero no por ello ha descuidado su obra. Dice que intenta fijarse retos, incluso cambiar de dirección con cada nuevo libro. Todo poeta viene de alguna parte; ninguno habla por todos nosotros. Pero los versos claros y las perspectivas amplias de Glück hablan de experiencias comunes a la mayoría; sus imágenes están sacadas, en muchos casos, de la mitología, de los clásicos y de la Biblia: “Imagina /que ves a tu madre /debatiéndose entre dos hijas: /¿Qué podrías hacer /para salvarla, sino estar /dispuesta a destruirte?”
Sus poemas sorprenden con imágenes inesperadamente chocantes en medio de lo idílico. El dulzor se vuelve amargo de pronto. La voz de la poeta, según el momento vital que atraviesa, nos clava un puñal y además lo retuerce en la herida. Cuando escribe Todos los santos, acaba de ser madre… y sabe, como todas las madres, que ese hijo recién nacido ha de morir algún día.
Habla con los que ya no están: “Escribo de vosotros continuamente. Cada vez que digo ‘yo’, me refiero a vosotros”. Y es precioso el melancólico Cruce de caminos (2009), que empieza así: “Cuerpo mío, ahora que nos queda poco tiempo de viajar juntos / empiezo a sentir hacia ti una nueva ternura, muy primaria y extraña, / como lo que recuerdo del amor cuando era joven”.
El iris salvaje (1993) es un libro impresionante que le ganó un Pulitzer. Casi todos los poemas líricos que lo componen dan voz a flores, musgos, árboles o Dios. La poeta se dirige al creador en nombre de toda la creación: “Tú me salvaste; deberías acordarte de mí”. Esta colección es quizá la que más destaca en la abundante obra de Glück.
Hay quien dice que son estos buenos tiempos para la poesía; parece que muchos recurren a ella en la soledad, en el aislamiento, en el miedo. Siempre hemos recurrido a ella en el amor, en la esperanza, en la muerte. Los jurados de sendos galardones importantes nos han puesto delante dos poetas americanas, muy diferentes entre sí, geniales las dos: cada una a su manera. Yo diría entonces que son estos buenos tiempos para los lectores.
Ahora me atrevo a plantear un reto al lector: de los dos poemas que siguen, diga usted a cuál de las dos corresponde cada uno.
1
Mi gran felicidad
es el sonido que hace tu voz
llamándome incluso en la desesperación; mi pena,
que no puedo responderte
en la lengua que aceptas como mía.
No tienes fe en tu propia lengua.
Así que invistes
de autoridad los signos
que no sabes leer con precisión.
Y sin embargo tu voz me llega siempre.
Y yo respondo constantemente,
y se me pasa el enfado
como pasa el invierno. Mi ternura
debería resultarte evidente
en la brisa de un anochecer de verano
y en las palabras que se convierten
en tu propia respuesta.
Louise Glück
2
Animal mítico, la vicuña prospera
en las zonas volcánicas del norte de Perú.
La luz atronadora le brama, como Milton
a sus hijas. ¿Las oyes? Están
contando muy quedo.
Piensa por un momento
en el estilo de vida. Al tomar el
hacha, escucha. Cascos. Viento.
Son ellas las que nos acogen
aquí, no al revés.
Anne Carson