Está la tarde triste y tormentosa, como una mujer desengañada. Retumba la cabeza y marean las moscas, ansiosas de que el cielo reviente en esas aguas que dan vida al campo. A ratos, un fogonazo pálido cruza el salón e ilumina mis fotos de niño y la estantería de los poetas. La cólera poética. Allí sueñan los versos de Luis Alberto de Cuenca, los de Rilke, los de Manuel Machado, los de Rosalía, los de Gil de Biedma. Está la tarde así, de ver un tinto danzar en una copa nueva. Y he descorchado la botella de las ocasiones estúpidas. Esas veces en que te citas con nadie, para contarle que, en ocasiones, cuando el trueno hace vibrar los cimientos de la tierra, aún echas de menos. Que al fin, como clamó Luis Alberto, “las penas arden en el pecho / con llamaradas más profundas / que las del sol de mediodía”.
Atrás hubo días, supongo, de primavera blanca, como imagino que habrá, al otro lado del telón de lluvia, playas que aún recuerdan a los niños con sus palas y rastrillos, soñando levantar imperios de arena para vencer su guerra a Poseidón y contárselo a mamá. Pero este cielo enlutado, de tarde a media asta, insiste en enredarme en la melancolía de las horas lentas, no en los días felices de las piernas como espigas y los pantalones cortos.
Como el Gil de Biedma de su noche triste de octubre, pienso en los miles de seres humanos que ahora mismo, en el estrépito de esta borrasca, han vuelto a preguntarse “por su fatiga anticipada, / por su ansiedad para este invierno, / mientras que afuera llueve”. Se empañan las ventanas maleadas por una furia salada y atlántica, y relampaguea inquietante la ciudad, en una oscuridad hambrienta de muerte y silencio. Ni los gatos revuelven hoy la basura. Se estremecen, clandestinos, al refulgir temeroso de cada rayo.
Exasperado de genialidad, Hölderlin, plasmó en versos de trueno esos paseos en los que se interrogaba a sí mismo a viva voz, mientras los nubarrones iban cerrando la puerta al universo, sobre el eclipse de su cabeza: “Dulcemente la divinidad nos lleva / hacia el azul primero, / luego con nubes dispone / la enorme y cenicienta bóveda, / y abrasadores rayos y estruendo / de relámpagos, con embeleso de los campos”. A menudo, mientras bebe la dehesa, los hombres se refugian de sí mismos en hogares como celdas. A veces llama entonces a la puerta la locura.
Solo. Solo y la delicada melodía del vino rellenando la copa. El sordísimo tapón ya descorchado, como un amor revisitado. El rumor de otros libros, envejecidas páginas, tacto irritante de ácaros borrachos de intelectualidad. Se despereza en la tarde el aroma de aquellas tormentas negras del verano gallego, en que me calentaba el alma con palabras de Emily Dickinson, profecías como dagas: “Cuanto poseo ahora en este mundo / es un recuerdo de color dorado”. O con aquellas de Rosalía de Castro, que guardo aun en la doblez de un cuaderno sucio, con su hoja cuadriculada y su aspecto de deshecho escolar: “Lágrima triste en mi dolor vertida, / perla del corazón que entre tormentas / fue en largas horas de pesar nacida, / en fúnebre memoria convertida / la flor será que a tu corona enlace”. Está la tarde de cortejo fúnebre, si no fuera por las alcantarillas desbordadas. No hay entierro si hay riada.
Me reincorporo en el sillón y al tintineo dorado de un sol escurridizo, que asoma como un chiste en medio del severo lienzo negro, a la hora en la que los caracoles salen a comprar el pan, trepan por mis recuerdos los versos de la antología de Manuel Machado: “Yo, poeta decadente, / español del siglo veinte”. Y allí están todos y está todo. Con sus golfas y su aguardiente, y sus bisnietos del Cid. Y comprendo que, como el poeta sevillano, tal vez yo también “de tanta canallería / harto estar un poco debo; / ya estoy malo, y ya no bebo / lo que han dicho que bebía”. Ya no bebo y ya no nada. En días como hoy, somos, supongo, el relámpago de este rayo en la noche oscura de la eternidad. Nuestra soledad es, al fin, minúscula, como nuestra pena, aunque en estas tardes de gresca en los cielos asome bajo la alfombra esa solemne melancolía que glosó Julio Martínez Mesanza: “Estoy en la tristeza, que es un tiempo / y un espacio y un alma devorada / por otra alma fantasma que no ha sido”.
Si, después de todo, esta tormenta ha de empujarme a algún recóndito paisaje, que me lleve a los pies de la poesía, que es tanto como postrarme ante lo malo y lo bueno que un día fui, allá donde el tiempo dobla las esquinas de la vida. Vuelve a tronar. Malsana costumbre. Insiste la eclosión eléctrica con la tozudez del mal en el mundo. Pero ahora la noche ha matado ya a esta tarde triste y tormentosa. Lento baja el vino reposado, y bajo la lánguida luz de un flexo ochentero, declamo susurrando a mis poetas atormentados, hasta que el sueño me cierra los párpados, y el libro resbala entre los dedos.