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Bendición o blasfemia: la genealogía literaria de Los anillos de poder

La historia del Anillo Único no terminó con Frodo en el Monte del Destino. Qué va. Es lo que les ocurre estos años a tantas narraciones inmortales: sufrimos una sobredosis de adaptaciones, precuelas, secuelas, reboots y demás derivaciones diegéticas. El letrero “Fin” se ha tornado inestable, traicionero, imposible. Con más lógica si la fuente narrativa es un universo –libros y películas– con tantos seguidores como el fundado por J.R.R. Tolkien en El Hobbit y El señor de los anillos.

“Un anillo para gobernarlos a todos. Un anillo para encontrarlos, un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas”. Esta precuela que con tanta trompetería ha desembarcado en Amazon Prime se ubica en los tiempos que forjaron aquella arma tan poderosa. Por tanto, lo que aquí se cuente, aunque sea con espejo retrovisor, nos transportará a los siseos de Gollum contra Bilbo o al heroísmo callado de Sam. Porque toda precuela, por paradójico que suene, también flirtea con la continuidad y añade información a los hechos del futuro de la historia narrada.

Aún es pronto para emitir un veredicto –esto se escribe tras ver los dos primeros episodios, ya emitidos–, pero no hay duda de que el dineral invertido luce de lujo. Los anillos de poder habita, sin duda, entre lo más espectacular que se haya visto jamás en la pequeña pantalla. Paisajes, criaturas, mapas, acabado formal… todo respira una ambición deslumbrante, con el español Juan Antonio Bayona dirigiendo el tinglado.

Sin embargo, los primeros compases de la serie también dejan una tibia sensación dramática. A muchos personajes les falta cuajo y esquinas, la historia –incluso para los pelosos, antecedentes de los hobbits– relajaría su pomposidad con un poco más de humor y los conflictos de fondo andan algo robóticos. Conforme avancen los capítulos podremos dirimir –¡el verbo élfico por antonomasia!– si esta rigidez no es más que el peaje necesario para orientar un caudal narrativo tan inmenso como el que asoma en las cinco temporadas previstas.

Porque Los anillos de poder tienen mucho, muchísimo campo para correr. J.D. Payne y Patrick McKay, los creadores, narrarán eventos de la Segunda Edad de la Tierra Media, miles de años antes de El Hobbit. Sin embargo, a diferencia de los filmes de Peter Jackson, la serie de Amazon no adapta estrictamente ningún libro. Los guionistas se inspiran en apéndices en los que Tolkien profundizaba en la mitología de su universo narrativo, así como en canciones y menciones de El señor de los anillos en los que los propios personajes rememoran glorias y tragedias pasadas.

Para los amantes de la fantasía épica esta aproximación a las leyendas y cuentos antiguos podría, como es obvio, remitirles a El Silmarillion. Sin embargo, los productores de la serie no tienen los derechos para adaptar esta fragmentaria obra póstuma de Tolkien. Esto coloca el relato en un espacio entre apasionante e incómodo: hay sucesos y personajes que están obligados a circunvalar, y huecos narrativos que cementar. Por eso la audiencia de Los anillos de poder se encuentra con personajes familiares (Galadriel, Sauron, el forjador Celebrimbor) que interactúan con nuevos caracteres, ajenos al canon (el elfo Arondir, la humana Bronwyn o la proto-hobbit Nori).

En esas adiciones y variaciones es donde buena parte de esta mastodóntica serie se juega su futuro. Más allá de polémicas ideológicas –la cada vez más habitual “batalla sobre la representación”–, toda adaptación trabaja siempre un equilibrio complicado, cuya armonía es de calibre esquivo. Unas veces acaba resultando mejor para una adaptación emanciparse del material original, mientras que otras la traición a la palabra escrita es el último clavo en el ataúd. Dentro de un par de meses tendremos más metraje para valorar si la cercanía o lejanía de los libros de Tolkien ha sido bendición o blasfemia.

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