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Carcajadas literarias

C. S. Lewis propuso un experimento de crítica literaria, artística en general, en su libro La experiencia de leer. Consistía en clasificar primero los tipos de lectores, describiendo sus características. Por ejemplo: lectores que, cuando les sugieres un título, te pueden responder ”No, ese ya lo he leído»; en oposición al lector devoto que todos los años relee algún libro bienamado y cada vez lo disfruta más; y nunca le cansa. Lectores que buscan acción trepidante y suspense en cada vuelta de página («es que en El Señor de los Anillos hablan mucho y nunca llega la guerra; y además describe demasiado los árboles»). Distingue Lewis dos maneras fundamentales de recepción de la obra de arte, con múltiples matices, y a partir de ahí invierte el proceso de la crítica: propone que juzguemos los libros en función del tipo de lector que producen o permiten. Sería una forma de establecer un canon –o una propuesta de método para un canon– de «clásicos». Hoy me gustaría introducir en el mecanismo lewisiano la noción del humor. ¿Hay forma de categorizarlo?

¿De qué te ríes?

¿Qué se considera un libro divertido? He asistido a veces a la misma conversación sobre El Quijote: 

— Uff, el Quijote, qué peñazo… Nos obligaron a leerlo en el Instituto y se me hizo cuesta arriba.

— ¡Pero si es genial! Yo me harté de reir leyéndolo.

Ante esta última afirmación, el interlocutor primero suele arrugar un poco el entrecejo con cara de incredulidad. Como si el otro estuviera posando de culto, impostando una afición a una obra erudita que en realidad no es posible, y menos con semejante entusiasmo, para un lector actual. En román paladino: se piensa que le están vacilando. Sucede, sin embargo, que El Quijote es verdaderamente muy divertido. Una vez que se entra en la guasita y el tono zumbón que media entre Quijote y Sancho –de ida y vuelta–, en lo grotesco de la posición del hidalgo ante la realidad y el contraste chusco con los atónitos circundantes, es una fiesta continua. El yelmo frente al arado, la esmeralda frente al garbanzo, Dulcinea del Toboso Vs Aldonza Lorenzo. La metralleta de refranes de Sancho, la ridícula altivez famélica de don Alonso Quijano, la crítica literaria inversa de los libros de caballería, todo ello consigue –ojo, aquí está el asunto: si se persevera en la lectura– que acabemos riéndonos cada dos por tres y exclamando «¡Qué cabrón este Cervantes!». Pero, claro, hay que superar el escollo del léxico y la sintaxis de la época. Igual que hay quien, por principio, no ve pelis en blanco y negro, también hay quien cierra un libro donde aparezca la palabra «empero».

De esta anécdota cervantina extraigo un principio paradójico: algo tan espontáneo, tan ajeno a nuestra voluntad como es el humor depende mucho, en el fondo, de la voluntad. De la voluntad en el pasado: en la medida en que, para entender una referencia literaria, cinematográfica, incluso una frase hecha o un doble sentido, tiene uno que haber leído, visto películas, haberse interesado por muchas cosas, expandiendo así el gusto cómico. Igual que sucede con la gastronomía. Si nunca hubiéramos probado nada nuevo, no gozariamos con un buen nigiri de pez mantequilla y sólo querríamos boquerones en aceite. Es necesario, para disfrutar ciertos libros, haber recorrido el amplio espectro que hay entre un chiste de pedos o de cuernos y los pareados del Cyrano de Bergerac de Rostand sobre su nariz:

«¿Qué pasa? ¿No os gusta mi nariz?
¿Os parece un poco grande?

Eso es muy corto, joven; yo os abono
que podríais variar bastante el tono.
Por ejemplo, agresivo: Si en mi cara
tuviese tal nariz, me la amputara.

Amistoso: Al beber, se baña en vuestro vaso
o un embudo usáis al caso.

Descriptivo: ¿Es un cabo? ¿Una escollera?
Mas, ¿qué digo? ¡Si es cordillera!

Curioso: ¿De qué os sirve ese accesorio?
¿De alacena, de caja, o de escritorio??

Burlón: ¿Tanto a los pájaros amáis,
que en vuestro rostro una rama gorda les dejáis??

Brutal: ¿Podéis fumar sin que el vecino
grite? ¡Fuego en la chimenea!?

Fino: Para capas y sombreros
esa percha muy útil ha de seros.

Solícito: ¡Compradle una sombrilla,
el sol ardiente su color mancilla!

Previsor: Tu nariz es un exceso;
buscad a la cabeza contrapeso.

Dramático: Evitad riñas y enojos:
si os llegara a sangrar os daría un Mar Rojo.

Enfático: ¡Oh, nariz!… ¿Qué vendaval
te podría resfriar? ¡Sólo el mistral!

Respetuoso: Señor, bésoos la mano:
digna es vuestra nariz de un soberano.

Ingenuo: ¿De qué hazaña o qué portento
en memoria de qué se alzó este monumento?

Lisonjero: Nariz como la vuestra
es para un perfumista linda muestra.

Lírico: ¿Es una concha? ¿Sois tritón?
Rústico: ¿Eso es una nariz o es un melón?

Militar: Si a un castillo se acomete,
aprontad la nariz, ¡terrible ariete!

Y finalmente práctico: ¡ponedla en lotería!
¡el premio gordo esa nariz daría!»

Lo curioso es que en este pasaje del Cyrano las referencias cultas son casi inexistentes, con las excepciones dudosas del viento mistral o el Mar Rojo. Sin embargo, el oído y la costumbre del verso regular y rimado son el fundamento para disfrutar de la retahíla. Además del hecho de que, en la la trama de la obra, esos versos son improvisados y dejan en ridículo a un petimetre.

Podría ocurrir, pese a todo, que no nos hiciera gracia.

Para gustos, los humores

No me refiero a los líquidos del organismo humano –que Kiko Veneno llama «caldito de tu cuerpo» en una canción–, sino al distinto sentido del humor de cada persona, de cada país o cada lengua. Es posible tener una gran cultura y que alguna obra célebre por su comicidad nos deje fríos, por supuesto. Para gustos, los humores. Pero, así como Jünger decía «basta un epigrama para que se aprecie, para que se recomiende un espíritu», a mí me bastaría en First Dates con que mi pareja de cena no pillase una cita básica de Los Simpson. El humor une –y desune– mucho. Y más en una obra tan compilatoria, tan antológica de la cultura de nuestro entresiglo como es Los Simpson, solo igualable en este aspecto a La Divina Comedia para su época. Todo –amor, guerra, crítica, filosofía, parodia, poesía– habita en Los Simpson. Lo digo porque su valor cómico es eminentemente literario, del equipo de guion. La capacidad para darle la vuelta al chiste, para usar lo metafórico de manera denotativa y literal, o para introducir una referencia a la política, los mass-media, la Historia, en una réplica de un personaje, tiene la magnitud de Dante Alighieri, y es algo que prácticamente sólo encontramos en la más alta Literatura.

Doble lectura

Óscar Wilde, Chesterton, Dickens, Cervantes, Quevedo, Jardiel Poncela… En todos ellos la inteligencia relampaguea en su forma más humilde, aquella que se expone a no ser tenida en cuenta, a ser considerada como un dios menor. Sucede en el cine también: las interpretaciones trágicas son las que suenan siempre para los Óscars (si son de alguien con una discapacidad, mejor), y casi nunca las comedias. Sin embargo, la comedia produce la mayor parte de la alegría del mundo, y el alivio de las mentes, y por un instante sentimos que el peso del mundo no aprieta tanto y que tenemos alas en alguna parte.

Si volvemos a la propuesta de Lewis, el buen libro con humor sería aquel que divirtiera a un lector culto. La parodia de la Edad Media que hace Mark Twain en Un yanqui en la corte del Rey Arturo –extremadamente falaz y grotesca, por otro lado– sólo puede divertir al que conozca la referencia histórica real. Algunos lectores, además, verán que lo que hace Twain en el pasaje donde «profetiza» un eclipse ante los atemorizados campesinos medievales está sacado de la historia real de Cristobal Colon en la isla de Jamaica. Éste, para conseguir provisiones de los indígenas, los atemorizó vaticinando que la luna se teñiría de sangre –como dice el Apocalipsis y canta Louis Armstrong en «When The Saints Go Marchin’ In»–, y así sucedió, es decir, hubo un eclipse lunar el 29 de febrero de 1504, como ya sabía Colón por sus conocimientos astronómicos. El lector de este capítulo de Twain puede divertirse sin conocer la referencia histórica, pero se divertirá de otro modo, con una –llamémosla así– «doble lectura», si la conoce. Se divertirá más, en definitiva.

Reír entre libros

Mi propuesta hoy es la siguiente: hay autores que sólo pueden divertir a lectores cultos, y otros, más ligeros, que pueden divertir a todos. Pues un buen chiste de pedos gusta a unos y otros, y el lector culto es tan humano como el iletrado. Sostengo que hay además una tercera vía, que podríamos llamar, como dijimos antes, «de doble lectura», en la que también se pueden divertir todos, pero en la que el lector culto se lleva más ración de humor. No en cantidad, sino en profundidad. Verá el texto como un palimpsesto, en el que hay más escritura oculta que lo que muestra la superficie. O más sabor, si quieren. Sucede con el autor anónimo de El Lazarillo de Tormes, con Lope de Vega (especialmente con sus Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos), con Álvaro Cunqueiro (que hace mofa de la erudición, siendo erudito él mismo, e inventa por doquier), con Emilia Pardo Bazán, cuya guasa no puede ser mayor, con Jardiel Poncela, genio total, con Wenceslao Fernández Flores y sus humanos y animales en la fraga de Cecebre de El Bosque Animado; con Eduardo Mendoza en Sin noticias de Gurb, breve y fino retrato de una época y una sociedad, la española de principios de los 90 del siglo pasado. Aún recuerdo lo que me reí cuando el extraterrestre adopta la forma de Marta Sánchez.

Todo esto por no salir de las fronteras de nuestra lengua. En la pérfida Albión y en su idioma de hierro hay incluso más humoristas literarios, como el sutil y zumbón P.G. Wodehouse y su mayordomo Jeeves, el enorme Chesterton y sus paradojas mareantes, Agatha Christie y sus afilados adjetivos, o el posmoderno Nick Hornby retratando la vacuidad urbanita con justa ligereza. Encuentre usted su humor entre tanta variedad y no deje de reírse entre dientes; quiero decir: entre libros.

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