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Me daría para un artículo, pero los sueños no quedan bien en la prensa. Así que se lo he contado a mis hijos en el desayuno. Estaba en Londres, con una tristeza enorme por estar lejos de España. Melancólicamente me senté a la orilla de un parque, sobre un monte. Abajo, en el prado, enterraban a un hombre que, por la elegancia de sus deudos, era un magnate de la prensa. De pronto, un nieto suyo, rubio, se echó a llorar y a correr, hasta ponerse a medio camino, entre el féretro y yo. Lloraba desesperadamente. Pensé: «Qué bonito, cuánto le quería». Su madre se empeñó en arrastrarlo a la ceremonia, pero el lloraba más y más fuerte, hasta que de pronto sus ay, ay, ay, ay, se fueron transformando en un entonado y desgarrado cante por soleá. No sé cómo me enteré que el niño se llamaba Archibald Fitzhugh, el niño del berrinche. Yo estaba feliz por 1) sentirme de algún modo de nuevo en España; 2) por asistir a una demostración de que el alma humana es universal y que, cuando la pena es muy honda, sale cantando. Recordaba que Luis Rosales, en su libro Esa angustia llamada Andalucía, contaba de un flamenco cuyo padre había muerto y que se pasó la noche cantando su pena. Entonces el cante empezó a desafinar y a desafinar y se transformó en los alaridos de mi despertador.
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Carmen me ha mirado, ha sonreído y ha dicho: «Lo voy a contar en clase de música, que estamos dando el flamenco». No me ha hecho mucha gracia que vaya contando mi sueño a una profesora y a 28 o 29 preadolescentes, pero me he tenido que callar porque yo llevo doce años contando en este diario las cosas de mi niña. Lo del refrán del hierro, ea.