Javier Marías tiene un estilo moroso, como si se regodeara en los pliegues del lenguaje y cultivara un inusitado gusto por apuntar, aunque brevemente, los itinerarios posibles de la trama. Desde hace años sigue a Tomás Nevinson, el agente de los servicios británicos que, de la mano de un inolvidable mentor -Tupra, o como quiera que se llame-, va a la zaga de su propia identidad, buscando un hueco en este mundo abigarrado. Lo de menos, en cualquier caso, es el nudo narrativo, pues Marías ofrece, sobre todo, un artefacto literario, muy medido, de una exactitud y preciosismo que no encuentran fácil comparación en el panorama contemporáneo de las letras.
Pero situémonos, aunque no sea necesario haber leído las novelas anteriores y, por tanto y pese a compartir personajes y disponer de un mismo aire de familia, sean todas independientes de algún modo. Nevinson ha regresado a Madrid tras sus años de servicio; vive al lado de su primera mujer -Berta- y visita con frecuencia a sus hijos. No está en activo, pero todo el mundo sabe que eso, para un agente, es una circunstancia menor. Y, de hecho, cuando pensaba que ya su futuro era ese mismo horizonte gris que nos espera a todos -el transcurrir de días mecánicos-, irrumpe Tupra con su cigarrillo contumaz para invitarle a otra aventura.
El caso resulta cercano al lector adulto, pues el encargo que Nevinson recibe es buscar a una terrorista doble – ETA y el IRA-, a la que se le imputan atentados que muchos todavía guardamos en la retina, como el de Hipercor en Barcelona o la casa cuartel de Zaragoza. El objetivo Nevinson es advinar qué identidad encarna ahora esa asesina impenitente, para lo cual se instala en Ruán -una anónima ciudad del norte de España, que Marías no precisa, pero que es fácil identificar- e investiga a tres mujeres, mientras se hace pasar por un rutinario profesor de inglés.
Esta es la trama que se abre después y explora caminos o personajes insospechados. Marías, como es habitual, aprovecha para condimentar el relato con reflexiones profundas, con estribillos literarios o alusiones cinematográficas, que le ayudan a plantear problemas muy punzantes para el hombre.
Es probable que el escritor madrileño construya sus novelas a partir de dilemas -por ejemplo, ¿quiénes somos?, ¿se puede matar para evitar una matanza?, ¿cuál es ese límite borroso en el que colindan justicia e injusticia, bien y mal?- y no sea, en el sentido exacto de la palabra, un narrador. Pero estamos ante un animal literario, un escritor de fuste, en el que es imposible separar la forma y el fondo. ¿Y en qué consiste la literatura, si no en eso?
Es mejor no apuntar lo que pasa después. Baste con decir que incluye un retrato de esa España de provincias que está desapareciendo -Marías vive mirando hacia atrás y eso se nota, pues deplora el progreso que envilece las etiquetas-, mucho amor y dosis especialmente altas de sensualidad y anticlericalismo. De todas maneras, es conveniente precisar que no es un libro para todo el mundo. Hay lectores a los que Marías resulta plúmbeo, enrevesado o engolado y a estos, como es lógico, lo mejor es ahorrarles un viaje por parajes que ya denuestan. Lo cual no es óbice para terminar con una apreciación: estamos ante su obra más lograda de este escritor.