José Saramago, Premio Nobel de Literatura y amante de las distopías, ya se preocupaba en el año 2000, cuando publicó La caverna, de la deriva que estaba tomando el mundo, más propia de una escena de la película El Show de Truman. El portugués afirmó: “El mundo se está convirtiendo en una caverna igual que la de Platón: todos mirando imágenes y creyendo que son la realidad”. De esa visión alegórica del mundo han pasado ya 22 años.
Salvando y mucho las distancias, Valentín Roma, ha publicado el tercer y último libro de una trilogía de auto ficción con fuerte carga irónica y alguna dosis de mal gusto u ordinariez innecesaria (al menos para mí), pero con un texto magnífico, ágil y que engancha al lector desde la primera página.
Aunque la historia del protagonista es el cauce literario por donde circula la, creo, acertada crítica social a lo más absurdo de nuestros días, en sí misma también es un reproche: Un recién licenciado que comienza a trabajar en la Guía Verde Michelín redactando reseñas, que poco le importan, porque lo que le obsesiona de verdad es ascender socialmente. Lo que no queda claro es si la obsesión es del personaje o si es el autor el obsesionado realmente por ello.
El discurso es algo viejuno y “hater”. No sabemos si adrede. Con términos como desclasado, proletariado o el trasnochado recurso del mundo obrero. Pero dibuja de forma brillante un retrato de la sociedad actual en la que el concepto de clase ha cambiado o quizás tienen entre ellas más vasos comunicantes, lo que permite diseminar lo mejor pero también lo peor de cada una de ellas.
Pero si ya no es necesario el metaverso. Vivimos en una permanente obra de teatro con un único arquetipo personal, como dice el autor “un estatus donde cobijarse (…) para que todo se transforme en una oportunidad donde intercambiarse credenciales”. Queda por ver cómo evolucionará ese arquetipo y si el propio sentido común hará que la sociedad vuelva a sus orígenes, donde las categorías de las personas se obtengan por la brillantez de su mundo interior, su tesón y sus méritos y no por galardones simbólicos creados por el propio capitalismo incontrolable.