La guerra es un arte muy amplio que abarca numerosas disciplinas. Cuanto más extenso es el frente y más decisivo lo que está en juego, mayor es también el abanico de acciones y más sutiles se vuelven sus maniobras. Un perfecto ejemplo es aquel gigantesco conflicto que se llamó “guerra fría” y que dominó los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX. Las dos potencias vencedoras de la segunda guerra mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética, emprendieron una pugna en la que cada contendiente aspiraba a conformar el mundo entero conforme a su propio plan de hegemonía universal (y universalista).
Dentro de aquella estrategia, los dos gigantes diseñaron una ancha y sostenida campaña de propaganda por todo el mundo, porque la propaganda siempre es inseparable de la guerra y, más específicamente, de la guerra moderna. Tan sutiles eran las tácticas de ambos que con frecuencia llegaron a sostener a facciones opuestas en un mismo lugar. Eso es lo que hicieron en España los Estados Unidos, que desde principios de los años 50 trataron a la España de Franco como el aliado geopolítico que objetivamente era mientras, simultáneamente, los servicios de inteligencia norteamericanos captaban voluntades para transformar el régimen e inocular ideas que pudieran ir transformándolo hacia donde Washington quería. Por ejemplo, hacia un país de estructura federal en el interior y vocación europeísta en el exterior, limada cualquier veleidad de soberanía nacional al viejo estilo.
Esta es la historia que cuenta Iván Vélez en su libro Nuestro hombre en la CIA: guerra fría, antifranquismo y federalismo. Tesis general: las nociones de “España plural” e “integración europea”, que hoy son dogmas que apenas nadie discute en nuestro país, no nacieron de la evolución natural de la sociedad española ni del interés nacional propiamente dicho, sino que fueron lenta -y eficazmente- instiladas por los Estados Unidos desde finales de los años 50. Objetivo: transformar la España de Franco de manera que tampoco cayera en la órbita soviética. En el centro de la operación, un think-tank denominado Congreso para la Libertad de la Cultura y un nombre propio: el del dramaturgo socialdemócrata Pablo Martí Zaro, mimado por la CIA, vinculado a la Fundación Juan March y cuyo archivo, exhaustivamente investigado por Vélez, se encuentra en la Fundación Pablo Iglesias. El autor complementa esos datos con entrevistas realizadas a personas claves de la pre-transición como Ramón Tamames, Raúl Morodo, Juan Velarde o Enrique Múgica. Entre otros jalones significativos nos topamos con el famoso “contubernio de Munich”, unánimemente presentado -de forma bastante exagerada- como un hito decisivo en la oposición al franquismo, y con la resurrección del nacionalismo regional a partir de círculos católicos que vivían muy cómodos bajo el régimen. A través de las páginas de Nuestro hombre en la CIA se va revelando una red de contactos, intereses y objetivos donde no faltan nombres como Tierno Galván, Dionisio Ridruejo o José Luis Sampedro y que nos ayuda a entender por qué la opinión pública española giró hacia donde giró.
Hoy las ideas de la España federal (digamos “autonómica”) y del europeísmo nos parecen casi consustanciales a la propia existencia de nuestro país: son el aire que respiramos o, si se prefiere, el agua donde vivimos sumergidos desde hace medio siglo. Por eso nos resulta casi pecaminoso pensar que las cosas pudieran ser de otra manera. Pero justamente este es el motivo que hace tan importante el libro de Iván Vélez: nos enseña que la arquitectura de la España actual no fue tanto una creación espontánea de los españoles como el fruto de lo que podríamos llamar “guerra fría cultural”. Lo cual quiere decir que… Bien, eso tiene que deducirlo el lector.