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Qué finura la de Dante. A comienzos del canto XXXII del Inferno, cuando invoca a las musas para que le concedan rimas ásperas y broncas con las que estar a la altura de los horrores del último infierno, dice, por contraste, una de las cosas más dulces de toda la Divina Commedia. Se da cuenta de que, por mucho que él se esfuerce, sus versos nunca podrán ser tan horrísonos como lo que ve. Y aquí viene la maravilla: ninguna lengua que guarde en su seno las palabras «mamá» o «papá» podrá describir jamás el infierno. La existencia de las dos palabras en el diccionario contagian a todo el idioma de una bondad que lo hacen más adecuado para el paraíso o, como poco, para el purgatorio. No se puede decir nada más bonito. Ni más verdadero.
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S'io avessi le rime aspre e chiocce,
come si converrebbe al tristo buco
sovra 'l qual pontan tutte l'altre rocce,
io premerei di mio concetto il suco
più pienamente; ma perch'io non l'abbo,
non sanza tema a dicer mi conduco;
ché non è impresa da pigliare a gabbo
discriver fondo a tutto l'universo,
né da lingua che chiami mamma o babbo.