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Ayer llevaba un día especialmente dichoso. Me habían dado de comulgar en las dos especies, que es algo que me produce una grandísima felicidad. Incluso Leonor me dijo al mediodía que me veía guapo, que es una cosa rarísima, salvo porque la alegría es el mejor cosmético del mundo. Las clases de la mañana, habían ido de lujo. El día estaba precioso, lavado por las lluvias pasadas, con un azul de lapislázuli. Un amigo me había contado que se le había arreglado un lío. Mucha gente me había susurrado que estaba en una posición indecorosa, pero yo no lo veía así. En cambio, cuando me contó el arreglo, me alegré tanto que entendí que sí que no era bueno lo de antes, aunque yo no lo viese. No lo imputéis tan rápido a mi ingenuidad, porque estoy seguro ~astuto también como serpiente~ que los que antes lo criticaban tanto ahora no se alegrán demasiado. Otra cosa graciosa que me pasó: hablé a un organizador de dos chestertonianos ortodoxos y magníficos que podrían intervenir en lo suyo: Salvador Antuñano y Carlos Esteban, con mis más cálidas recomendaciones. Cuando fui a pasar los contactos, caí en la cuenta de que ninguno de los dos tiene móvil. En ambos casos, tengo el número de sus señoras. Si eso no les califica como chestertonianos prémium, ya no sé qué. Por el móvil que no tienen tanto como por las mujeres que sí tienen ( móvil ellas, y ellos a ellas, que prestan el número).
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El viaje a Sevilla fue como la seda. El coche nuevo vuela bajito. El campo estaba esplendoroso. Lamenté —eso sí— no saber identificar la elegantísima ave rapaz que se me cruzó planeando con alas larguísimas de cometa. Parecía salir de un dibujo de Miyazaki. Iba a hablar de Northanger Abbey e iba tan contento con mi Jane Austen que me comía los kilómetros.
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Me costó aparcar, pero tampoco me pareció tan mal, porque lo hice un parking que me permitió descubrir lo paralelo que discurre el río Guadalete a la Palmera, y me gustó saberlo. Se cruzaba la horizontal del río con la vertical de la palmera. Pero entonces miré el móvil.
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Tenía una notificación de Hacienda. Muy compleja. No podía verla sin códigos y claves, como un tesoro inverso.
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Sucedió un efecto cósmico de esos que describe P. G. Wodehouse. Los pajarillos cantan, el río brilla con reflejos de oro, las nubes son pañuelitos que piden disculpas por la que nos calló en Semana Santa, etc., y, de golpe y porrazo, todo es sombrío. Encima, por esos juegos de la Providencia, pasé por delante de una Delegación de Hacienda que hay en ese barrio, y que no había visto antes nunca jamás. Yo ya me profetizaba arruinado, en la cárcel o yo que sé. Soy un hipocondríaco burocrático. La notificación hacía las veces de un memento mori civil. Pensaréis que exagero, pero me estoy quedando corto. «Ya no es tiempo sino para morir, aunque sea a pie», me dije, con palabras de Aldana, al poner el pie en la Fundación donde intervenía. Di la sesión, y Austen me animó mucho. Al fin y al cabo, ella había muerto con 41 años y soltera y qué maravillosa vida y obra. Si a mí ahora me metían en la cárcel, pues todavía podría escribir un pequeño cántico espiritual. Y leer Persuación, que lo tengo pendiente. Los asistentes fueron tan amables que disfruté mi libertad provisional a fondo. Hasta me reí de veras cuando celebramos el regalo a los lectores en español de que el apellido Zorp se lea descriptivamente como Thorpe.
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El viaje de vuelta lo eché con Higinio Marín. Es posible que ustedes tengan muchísimas cosas que hacer, pero no mejores que oír este podcast.
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He dormido mal, pero esta mañana he visto que la notificación no era tan grave ni muchísimo menos. He recordado las palabras más hermosas, según Woody Allen: «Es benigno». Y el cielo sigue laspislázuli.