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Si le caéis mal a alguien y no sabéis por qué, pensad más. Hoy estaba hablando con Reyes Romero en la cafetería de Atocha y un muchacho se ha acercado a mí con gran ilusión a saludarme. Mi primer pronto ha sido pensar que era un lector. No. Me ha dicho enseguida que había sido alumno mío. He hecho un gran esfuerzo de memoria y nada. Se ha explicado mejor. No fue mi alumno, sino mi súbdito. Esto es, que cuando yo fui jefe de estudios, él era alumno en el IES. Qué chico encantador. Me extrañaba un poco que tuviese tanto cariño por un jefe de estudios que, en principio, no había tenido demasiado trato con él. Estaba viendo que es un estudiante extraordinario. Está haciendo la tesis y da algunas clases en la universidad. Se acuerda de mí de vez en cuando, dice. Y hacia el final me ha contado la clave. Una vez le echaron de clase y le pusieron un parte. Estaba agobiadísimo como el alumno brillante que siempre ha sido. Y yo hablé con él y le dije por la propia que no se preocupase que su parte se iba a volatilizar (la palabra en efecto es muy mía) y que aquí paz y después gloria. Yo no me acordaba de nada en absoluto, pero ahora entiendo por qué le caigo mal a ese compañero al que yo creía que jamás le había hecho nada. No le podré pedir disculpas, diez años después, como reabriendo viejas heridas, pero me haré el encontradizo y el simpaticón, a ver si también mi parte (en este asunto) se volatiliza.
