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Los Cotswolds festivaleros

“Él está sentado en la biblioteca. Lee a T. S. Eliot y de vez en cuando levanta la vista para mirarla. Ella está recostada de una forma extraña, con las piernas desnudas colgando del reposabrazos de un viejo chester, y mira al techo ensimismada. Él sonríe. Siempre le gustó la manera extraña en que se sentaba. Sólo lo hacía correctamente cuando había invitados. El resto del tiempo inventaba piruetas y se contorsionaba como si no le pesara su medio siglo en los huesos. También le divierte el vestido de verano que lleva puesto. Hace una temperatura agradable para ser octubre pero ella se ha empeñado en encender la chimenea y claro, está muerta de calor. Para eso es intransigente, igual que con la decoración de la casa que parece una publicación de Country Life. Y eso que cuando la compraron tenía un estilo más bien nórdico. Ella puso el grito en el cielo y ahora todo es tartán, literatura inglesa y cócteles Old-fashioned. 

Pasada la media tarde salen a caminar. El cottage no es muy grande, lo suficiente para albergar a un par de parejas de amigos más sin que les resulte incómoda la convivencia, pero está rodeado de decenas de acres de pasto y árboles otoñales. Él lleva una hattera de tweed y un cardigan de aran que tendrá que ponerle sobre los hombros a ella nada más salir de casa. Ella, sus botas de agua verde oliva, que reflejan el color de sus ojos, y una fina rebeca de cachemir sobre el vestido. Les acompañan un beagle y un labrador, ambos sin nombre. La mano de él es recia y protege sin esfuerzo la de ella, diminuta. Cuando sus dedos recogen suave pero firmemente el puño amado no necesitan hablar, las palabras no superan la piel erizada, todavía,  por el calor y la cercanía del otro. Por la mañana, sin embargo, después de asistir a misa en la única iglesia católica de la ciudad, estuvieron en el mismo pub de siempre charlando a solas, con luz baja, decoración eduardiana y sin música, hasta que se dieron cuenta de que había pasado la hora del lunch y llevaban demasiadas cervezas. Pidieron un poco de roastbeef con yorkies y siguieron discutiendo las diferencias entre la prensa británica y la española, si pasarían el invierno allí o cómo ella había pillado que él escondía una maleta con autores “extranjeros” -no ingleses- en un altillo.

Él desvió la conversación pidiéndole que no se cortara nunca el pelo, preguntándole si había hecho avances en su nuevo libro y si, para variar, no pensaba asistir a la presentación del mismo. Ella aprovechó para quejarse, por enésima vez, de lo pesado que era su editor y de que no le gustaba nada escribir. En realidad fue una argucia para que él prefiriera retomar su defensa y confesar que había traído de España La Divina Comedia, para que continuaran leyendo unas páginas juntos antes de dormir y cuando ya no encontraran más rincones de la casa en los que saborearse”.

 

Lo anterior no es la reseña de ningún libro, es mi jubilación. Sí, a los cincuenta. Sí, como famosa escritora. Sí, en los Cotswolds. Y se me ha olvidado hablar en algún momento de la belleza de la protagonista, pero eso ya lo ponen ustedes.

 

Decía Nicolás Gómez Dávila: “Vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres”. Pienso tatuarmelo.

El otro día leía en Twitter a algún milenial llamando(nos) a no sé qué generación, la verdad, “los de los Cotswolds”. Bueno, tant mieux, que dicen los franceses. Me alegro de que les parezca un rollazo, cuantos menos compatriotas por allí, mejor.

La campiña inglesa es muy literaria. La vida, sobre todo la turística, en Stratford-Upon-Avon, ciudad natal de Shakespeare, gira en torno al autor, por ejemplo. Sin olvidar la arquitectura Tudor y la iglesia Holy Trinity Church donde se puede visitar la tumba del dramaturgo. Y en Lyndhurst, famoso por sus parques naturales, la de la musa de Lewis Carrol en Alicia y el país de las maravillas.

 

 

 Bath, ciudad conocida por sus baños romanos a dos horas de Londres, acogió durante 4 años a la familia Austen. Pese a que su hija más ilustre, Jane, no escribió durante su estancia allí, la ciudad es mencionada en dos de sus novelas: Persuasión y Emma. Cada año se celebra allí el Jane Austen Festival. A lo largo de diez días, lugareños e incondicionales venidos de todas partes del mundo se deleitan en una especie de parque temático de la autora de Sentido y sensibilidad que incluye bailes con vestidos de época, lecturas públicas, representaciones teatrales y rutas por los lugares relacionados con el legado de la escritora.

 

 

Por último, el festival de literatura de Cheltenham que se celebra cada año en otoño en dicha ciudad balneario –frecuentada por Jorge III-  cercana a Gloucester. Fundado en 1949, se considera el más antiguo en su clase. Fue dirigido en sus inicios por John Moore, un autor británico famoso por sus novelas rurales en la primera mitad del siglo XX. Por si no fuera suficiente con su arquitectura, paisajes, museos y glamour, la ciudad ha decidido hacer de los festivales su principal reclamo. Los organizan de jazz, ciencia, música y literatura. Este último está patrocinado  por The Times y The Sunday Times y este año tendrá lugar entre el 8 y el 17 de octubre con la concurrencia de nuevas plumas en poesía y ficción, conferencias a cargo de autores de gran altura, debates y un programa para fomentar la lectura en escolares. 

Los distintos eventos, que por las circunstancias tendrán su cuota on line, se desarrollarán en localizaciones tan sugerentes como la Catedral de Gloucester, el ayuntamiento de Cheltenham o al aire libre en el Imperial Garden de la ciudad. El festival se vanagloria de que por sus instalaciones pasen los autores del momento de la cultura contemporánea, talento nuevo, escritores premiados y controvertidos debates (en 2014 se preguntaban si la democracia estaba en peligro). En su concepción de “literatura” son generosos, invitando a periodistas y políticos –David Cameron estuvo en la edición de 2019- e incluyendo todos los géneros. Literarios, que nos conocemos.

 

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