No te voy a engañar, Emma, te quiero desde que te conocí. No tardé ni una décima de segundo en amarte. Tu belleza, claro. Qué si no. Pero no me culpes, Emma, les pasa a todos. Le ocurrió a tu marido- tú misma me lo has dicho- cuando aún era un hombre casado. Quedó prendado y en cuanto enviudó, pidió tu mano. Y algo parecido con tus amantes, si bien es verdad que con el segundo compartías aficiones. Os unía un espíritu sensible y una personalidad cultivada.
Yo, querida mía, he de ser honesto y confesarte que de teatro, música clásica y eso, ni papa. Ahora, de literatura, lo que quieras. Yo creo que por ahí tenemos conversación, y si bien es cierto que el género romántico no es lo mío, prometo hacer míos los excesos sentimentales de esas novelas que te apasionan.
No sabes cómo sufro al entender tus reclamos – perfectamente lícitos en mi opinión- y ver cómo eres censurada por ello. Claro que mereces sexo, claro que deberías tener riquezas.
Y, aunque en modo alguno trato de justificar mi encandilamiento por tu hermosura, te diré, puesto que estás a punto de preguntármelo, que si no fueras como eres, mi interés por ti se hubiera desvanecido sin mucha demora. Adoro a la Emma que persigue sus sueños. A la mujer que no se conforma con una vida pueblerina y tremendamente aburrida. Bravo, Emma, por no darte miedo luchar por la vida que imaginas. Dominante y avasalladora, dicen. Vale, ¿y qué? Eso es maravilloso. De hecho, no descarto que tu primer amante, pese a habérsela envainado en el último momento, no considerara todo un reto poseerte.
Ansío que llegue la noche para estar contigo. Es cierto que puedo tenerte durante el día pero me gusta la espera, de ese modo te saboreo mejor cuando llega el momento. Retardar el placer es una magnífica estrategia que aprendí con los años.
Hoy, por ejemplo, me he acordado de ti más de lo habitual. Tuve que acudir al médico por mi problema de espalda y después a la farmacia. E inevitablemente comparo. ¿Te das cuenta, mon chou , de que no te engaño cuando digo que habitas mi mente?
Así pues, mi doctor, el señor Sanmartín, se parece enormemente a tu marido. Pero no porque los dos sean galenos, eso sería muy fácil y a ti y a mí nos aburre lo obvio. Es que ambos adolecen de una personalidad lúgubre, exenta de entusiasmo, taciturna. Parecen aquiescentes -dentro de su contención- con sus vidas aciagas y grises. Entiendo que te exaspere que tu marido viva en la inopia y me atrevo a aventurar que incluso has deseado en secreto que se percatara de tus devaneos. Al doctor Sanmartin le daba igual estar hablando de mis maltrechas vértebras que del precio del kilo de tomates.
Sin embargo, de la consulta me he dirigido a la farmacia y mi apreciada señorita Pérez de Cantalapiedra no puede ser más adorable. Es una sexagenaria solterona y encantadora que trata a todos sus pacientes con un cariño inusitado. Nada que ver con el tipo atrabiliario que tenéis como boticario allí y que según cuentas, trata de congraciarse con las fuerzas vivas del pueblo a pesar de ser un pobre gañán. Todo el mundo le rinde pleitesía pero él tiene ínfulas de reputado científico. ¡Ah, los sinsabores de la vida de farmacéutico rural! El pueblo se le queda pequeño y sé que eso no se lo reprochas. Y, huelga decir, adorada, que la señorita Pérez de Cantalapiedra nunca dejaría arsénico a mi alcance, ¡qué barbaridad!
De esta manera, Emma, casi ha anochecido. Sin darme cuenta llevo más de dos horas loándote en silencio y siento que no es suficiente para aplacar tu angustia. Te asfixias en tu pequeño mundo y no sé cómo ayudarte. Sé que el adulterio te ha decepcionado tanto como el matrimonio, pero suele ser así con las personas que brillan. Tu aparente frivolidad no es más que tu defensa última contra un mundo que te oprime. Te reitero mi amor y mi admiración, Emma, y me dispongo a acudir a mi cita nocturna contigo.
Creo que hoy toca el capítulo en que te reencuentras con Léon Dupuis e iniciáis vuestra desenfrenada historia de amor. Voy a tu encuentro, Emma Bovary.
(Primer Premio del II Concurso de Relatos Fundación Fomento Hispania)