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Katherine Mansfield: lo que se esconde tras lo cotidiano

La escritora neozelandesa murió joven, con tan sólo 34 años, hace un siglo, tras una vida tormentosa, envuelta en equívocos y lastrada por la enfermedad

«El viento corría por la calle como un perro flaco», nos cuenta Katherine Mansfield en su relato La casa que no era, y basta esa frase para saber que estamos ante una narradora de primera. Esa inesperada imagen logra que esas corrientes de aire adquieran ante nuestra mirada una expresividad que las vuelve, al tiempo, carnalmente materiales y misteriosas. Otro ejemplo, esta vez salpicado además por el humor: «Los botones de su uniforme azul brillaban con un entusiasmo que sólo podían tener los botones oficiales», nos cuenta en su primer libro de relatos En un balneario alemán. Y de este sencillo modo, una imagen desconcertante desvela la vida oculta tras unos objetos inertes.

La escritora neozelandesa Katherine Mansfield falleció hace ahora un siglo tras una vida demasiado corta: apenas 34 años. Pocos narradores como ella han sido capaces de bucear en los pliegues y recovecos de lo cotidiano, a veces para encontrar un brillo y una alegría inesperados, que estaban ahí, perfectamente escondidos a la vista de todos.  Pero más frecuentemente su mirada le llevaba a detectar la parte de frustración tácita que se esconde tras la normalidad. La insatisfacción que aflora de forma inesperada, más allá de la felicidad aparente de quienes siguen las normas y llevan la vida ordenada que se espera de ellos.

Probablemente, su azarosa existencia la colocó en una longitud de onda adecuada para recibir las señales que otros no eran capaces de ver. Su vida sentimental fue agitada y turbulenta hasta que conoció al crítico John Middleton Murry, con el que mantuvo su principal relación estable, si bien una relación muy a menudo marcada por la distancia. «Podría decirse que formaron un sólido matrimonio de palabras, hecho ante todo de infinidad de cartas, intercambios literarios y lecturas mutuas, y que así seguiría incluso tras la muerte», explica Eleonora González Capria en el prólogo a Sopa de ciruela, el libro que recupera y ordena todos los textos inéditos que Katherine Mansfield dejó al morir.

Un matrimonio, en todo caso, que no dejó de ser una pareja de tres, pues la escritora neozelandesa, que era bisexual, mantuvo la relación con su amante Ida Baker. Antes de conocerla, con tan sólo 21 años se había casado con un profesor de canto al que abandonó para fugarse con un violinista, relación que apenas duró un mes, pero que la dejó embarazada. Su madre la llevó a un balneario alemán para que pudiera desarrollar su gestación fuera de las miradas de su entorno, pero allí tuvo un aborto accidental. De aquella experiencia tomaría, sin embargo, la materia prima para su primer libro de relatos, ya citado.

Pero, además de sentimentalmente accidentada, la existencia de Mansfield estuvo aliñada por las dolencias físicas. Padeció una gonorrea que le dejó una artritis, pero fue otra enfermedad, la tuberculosis, la que truncó una carrera literaria en progresión.

Quizás por todo ello, Mansfield era la persona indicada para entender esa insatisfacción inevitable que acompaña a lo humano, pues uno siempre añora las decisiones que no tomó, y fantasea con cómo hubiera podido ser la existencia que descartó. Quizás también por sus vivencias personales es crítica en sus relatos con los pactos y convenciones de la vida matrimonial. No obstante, a diferencia de tantos fóbicos al matrimonio como hoy abundan, Mansfield casi siempre trata con cariño y respeto a sus criaturas. El lector nunca tiene la sensación de que la escritora se considere superior a sus personajes. Al contrario, seguramente proyecta en ellos la propia consciencia de sus sueños frustrados y de todo lo que su vida hubiera podido ser y no fue. En sus relatos, la luminosidad y seguridad del orden cotidiano tienen, a menudo, escondido algún desván repleto de polvo y telarañas.

También por conocimiento propio, pues procedía de una familia pudiente, era la escritora neozelandesa una escritora adecuada para desvelar las veladuras de la vida burguesa. En Fiesta en el jardín, uno de sus mejores relatos, una familia se dispone a disfrutar de una comida al aire libre en un día ideal, del que la narradora nos dice: «No hubiera hecho un día más apropiado para la fiesta en el jardín si lo hubiese mandado hacer de encargo». Y, sin embargo, la muerte accidental de un hombre desconocido, cuya familia vive a poca distancia, emerge como un elemento inesperadamente turbador. Especialmente para Laura, la sensible protagonista, que se pregunta si el ruido y la alegría de la celebración no perturbarán a la viuda. «Deberíamos suspender la fiesta», propone. Pero, por supuesto, nadie la secunda, aunque aquella muerte se ha pegado ya a su alma y nada puede ser igual. Haga lo que haga, no podrá desprenderse de la sensación de ser una privilegiada, pues ella puede disfrutar despreocupadamente, mientras que la familia que aquel hombre no. También toma conciencia de ser privilegiada en lo material, pues aquella viuda e hijos llevan vidas mucho menos holgadas.

Lo sorprendente en Mansfield es cómo logra que las pequeñas cosas se conviertan en verdaderos revulsivos, en factores con poder para disolver la apariencia de felicidad, o incluso logren comprometer algo que podría acercarse a la verdadera felicidad. Esos recuerdos aparentemente inofensivos, esos malestares a los que no se presta atención, hasta que un día se imponen por la espalda, vienen a ser como ‘fallos de sistema en el Matrix’ de las existencias cotidianas que desvelan la insatisfacción que a veces anida tras el fulgor de las vidas ajustadas a los cánones.

En Las hijas del difunto coronel nos encontramos con dos hermanas de avanzada edad enfrentadas al reto de aprender a vivir sin su padre. Se hacen el firme propósito de entrar en su habitación para hacerse cargo de sus cosas, pero el respeto reverencial hacia la figura paterna ausente, y, sin embargo, presente, las paraliza. Una de ellas, Josephine, extiende su mano hacia la cómoda, dispuesta a abrirla, pero enseguida la retira, antes de tocarla. «Tuvo la extraña sensación de haber escapado de algo espantoso», nos cuenta Mansfield. «¿Cómo hacerle comprender a Constantia (su hermana) que su padre estaba aún dentro de la cómoda? En el cajón de arriba, con los pañuelos y las corbatas; en el del medio, con las camisas y los pijamas; en el de abajo, con sus trajes. Estaba allí, observándolas, escondido precisamente tras el tirador… presto a saltar».

La breve existencia de nuestra narradora sólo le permitió completar cinco libros de relatos, de los que dos se publicaron a título póstumo. Pero en cada uno de ellos se percibe una evolución que lleva su estilo hacia cotas cada vez más refinadas y sutiles. Quizás por ello, no faltaron los que soñaron con que terminaría dando el salto a la novela, algo que su prematura muerte impidió. Ahora es imposible saber cuál hubiera sido el resultado, aunque sus relatos más extensos, como En la bahía nos brindan una aproximación a lo que hubiera podido ser.

Su vida se vio salpicada también por la confusión y los equívocos. Su marido, que la adoraba, y que dedicó su vida a promover su legado, incluso después de casarse nuevamente con otra mujer, fue, sin embargo, responsable de no pocas distorsiones en torno a su figura pública. Al publicar expurgados, limados, censurados incluso y, a veces, descontextualizados, sus cuadernos inéditos —que él presentó como ‘diarios’ sin serlo propiamente— contribuyó a construir el ‘mito Mansfield’: la imagen idílica de una mujer que aceptaba con entereza y paz las limitaciones causadas por sus enfermedades. Pero esa imagen de la escritora tenía muy poco que ver con la realidad, tal y como sabían quienes la conocieron. La reconstrucción adecuada de esos documentos inéditos ha permitido conocer con más precisión su figura.

En una de sus cartas a Ottoline Morrell, escrita en 1918, cuando tenía 30 años de edad, Mansfield reflexiona sobre su constante convivencia con la enfermedad y deja entrever lo que podría ser una clave importante de su mirada literaria. «¿Qué puedo decir? Conozco sumamente bien la agonía de sentirse siempre enferma y el deseo, ese inmenso deseo, de tener apenas lo que todas las demás personas aceptan sin esfuerzo como propio: una buena salud, un cuerpo que no sea un enemigo». No es difícil vislumbrar que, para la escritora, su cotidianidad era insatisfactoria, lo que seguramente la llevó a acentuar su capacidad para ver lo que también había de oculta traición en las vidas de los demás.

Por lo demás, ese reconocimiento tardío de la bondad de aquello que se tenía y no se supo valorar adecuadamente —en su caso, la salud— reaparecerá en sus relatos de una y mil formas, pues sus personajes se verán sometidos a todo tipo de vaivenes del deseo, víctimas de anhelos insatisfechos y de sueños —quizás insensatos— que no cumplieron y que pesan. Todo ello conforma un universo en el que a menudo la razón naufraga, y donde las emociones y los impulsos (incluso los reprimidos) zarandean la existencia en una agitación de sensaciones que la primera vista no muestra, pero que la mirada de Katherine Mansfield detecta escondida bajo las aguas embalsadas de la normalidad.

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