Vivimos deseando salir de donde estamos. Se ha escrito que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no es el tiempo, sino el lugar. Dorian, quizá uno de los grupos pop más filosóficos de nuestro tiempo, hizo del himno a la generación nihilista Cualquier otra parte el gran hit de su carrera, y la banda sonora de nuestra obsesión tan recurrente por alejarnos de una realidad que nos disgusta. Tampoco es necesario tener un propósito. Ahora los cursis hablan de la zona de confort, como si meterse en líos fuese un invento moderno, pero lo cierto es que el mundo se divide entre los que se alían con la melancolía de añorar otro papel en la vida y los que prenden fuego a la nostalgia de un futuro hipotético y se lanzan a construirlo. Decca, Jessica Mitford, pertenece al segundo grupo.

Se ha escrito, mitificado y desmitificado tanto sobre la variopinta y extravagante saga de los Mitford que no voy a contribuir a la reiteración. Decca fue la quinta de las seis hermanas de aquella aristocrática familia inglesa. En los años 30 decidieron que su vida sería de película, causando tantos escándalos como novelas se han escrito sobre ellas o inspiradas en sus desvaríos. Decca se apuntó a la responsabilidad de ser la hermana roja de la camada, pero lo cierto es que más allá de las soflamas, su modo de vida fue revolucionario en todo el romanticismo que alguna vez pudo contener la palabra, un poco antes de que los sueños se entremezclasen con los regueros de sangre y la densidad ideológica.

Navego en la insatisfacción de Decca si se trata de la tristeza, aunque desconozco qué proceso lleva a transformar esa melancolía en ira, y más aún, en odio, para mover su mundo como ella lo hacía. Soñaba con romper la jaula de cristal de una aristocracia ya en decadencia que, si bien no había renunciado a lo que un día le dio prestigio, incluido el dinero y la tradición, por momentos sus costumbres y ademanes se habían convertido en una caricatura vacía. Esas hermanas encerradas en su pequeño círculo para no contaminarse, que en el siglo XX tenían orden de no pisar la escuela porque era más segura la instrucción doméstica en equitación, piano y francés, y ese rechazo a cualquier avance y modernidad que con tanta gracia como maldad caricaturiza Decca, eran en realidad los últimos coletazos de un mundo y una forma de vida que se estaba desmoronando, no tanto por estar pasado de moda sino por la perversión de sus propios fundamentos. Toda la realidad es una hoja de otoño, es estúpido perderlo de vista.

La decadencia de personas y e instituciones es una tendencia humana irrenunciable. Todo se va marchitando. Eso facilitó las cosas a Decca, que había acumulado en su pecho un odio tan inmenso a la forma de vida que su condición de Mitford le imponía, que decidió romper por el lado de la locura y el humor. Y el amor, claro. En el cómputo del relato resulta difícil saber si verdaderamente a Decca la removió la quimera política, el odio al pasado, o la identificación y entrega plena al utopismo de Esmond.

Sea como sea, todo está en Nobles y rebeldes. La locura, el humor, el amor, y una cierta impostura intelectual, que se le perdona porque su vida resulta al fin demasiado fascinante como para elevar objeciones. Decca renuncia al dinero y la comodidad de su hogar aristocrático para enredarse en la aventura romántica de la rebeldía, pero descubre —y quizá esto es lo más divertido— que al otro lado hace mucho frío, al otro lado hay que trabajar para ganar cada céntimo, al otro lado también —claro— se sufre.

Pero no viaja sola. Cuando uno se lanza a hacer la revolución siempre necesita algún cómplice con quien apuntalar las dudas, de lo contrario termina aullando en el desierto, carne de frenopático. En su huida de la preciosa mansión de la Inglaterra rural al sueño americano, viaja en compañía de su esposo y primo lejano, Esmond Romilly, socialista, antifascista, sobrino de Churchill, y hasta coctelero, aunque torpe, tras hacer un curso intensivo de daiquiris, sex on the beach y demás brebajes para soñar. Así, en Estados Unidos tocaron los palos de todos los trabajos y encontraron cierta estabilidad, de pura casualidad, en la hostelería de Miami.

Con todo, y pese al humor que sirve del bálsamo al diapasón de Nobles y Rebeldes, Decca no nos cuenta su recorrido como una gesta de felicidad. Si hay remansos es solo porque su corazón bombea en cuerpo ajeno, y no resulta casual que su relato respire en torno al parecer, sentir y actuar de Esmond; de algún modo, como si fuera un pez, no habría podido respirar fuera de los mares aristocráticos si no estuviera él, su aplomo, su manera decidida, para bien y para mal, de entender la vida. Siempre nos volverá la duda de si, en pareja, la felicidad es ser vasos comunicantes o rayas paralelas.

Su visita a España para sumarse a la lucha a favor de la República en la Guerra Civil, incluidos los intentos de sacarla de allí con toda la artillería y pompa del Gobierno británico —como quien trata de pescar a la oveja descarriada y le promete que el castigo no será demasiado grande si vuelve a casa—, o sus días errantes y tensos de buscavidas enamorada en Reino Unido y Estados Unidos, tampoco parecen una invitación a seguir sus pasos, porque detrás de su aventura romántica emerge la dura realidad, por más que nunca llegue a admitirlo del todo: la de saber que su nuevo destino esconde también miserias humanas e insatisfacciones como su lugar de origen, pero con diferente nombre y filiación ideológica. Es verdad que nos cuenta la historia de una huida exitosa, de una ilusión compartida, y de una suerte de felicidad en la que solo parece hacer mella la lejanía de su hermana favorita, pero entre líneas también intuimos severas decepciones.

Supongo que, al fin, la vida, como el dolor, y la condición humana, como la traición y el desamor, saben poco de ideas y posiciones sociales, y mucho de la desnudez del alma a la intemperie, y el frío que hace siempre en cualquier otra parte. Como sea, el cómputo de la leyenda de Decca, la que trasluce Nobles y rebeldes, agrandó la locura excéntrica de las Mitford, nacidas para la primera plana, y para declararle la guerra al tedio y la indiferencia.