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Ella insiste en volver a su etapa gloriosa

Maldición. Como almas en pena. Caminan mirando demasiado la pantalla del móvil como para alzar los ojos a la luna llena que ilumina esta noche la ciudad del mar. Luz de luna, sombra que amanece a todas horas. Las ventanitas encendidas salpicando la cara norte del rascacielos. La urgente necesidad de la felicidad. La vida plastificada de una reinona de Instagram. Todos somos ya Noruega o Finlandia. Hemos asumido la peor parte. Si al menos fuéramos salmones, nos desperezaríamos de la lacra de la corriente de las calles. Pero no. Y no encuentro la calma en estas noches de luna redonda. Un miedo atávico, una vieja rémora del reino animal, me eriza la piel, me mantiene en duermevela, me espolea la esperanza. Like. Ahí comienza y termina la aspiración de nuestro tiempo. Mucho like. Como si eso fuera amor, siquiera cariño, como si fuera algo más que el capricho de un dedo drogado de tecnología. Qué espanto de siglo. El vacío de la vida cotidiana al que cantaron los Stukas se levanta cada mañana con ganas de enlutar la belleza:

Hipersensible al recuerdo todo es soledad
solo las canciones más tristes te parecen bellas
todo lo que sale a tu encuentro exhala hostilidad.

Leo, al menos. Estado del malestar. Nina Lykke sabe lo que hace. Remueve la úlcera, el falso mito nórdico que ha robado el alma a la vieja Europa. Y se ríe de todo. La doctora, tan rica y moderna, se llama Elin, se va al vino con la misma pasión que su chico pasa por la vida sin dejar huella, saltando de pista en pista de esquí, lo único para lo que ha venido a este mundo. Máxima aspiración, resbalar por la nieve. Muy propio de nuestro tiempo. Y Elin, qué. Pues sí, Elin tropieza sin querer con Bjørn, antiguo novio de juventud. Y de las cenizas olvidadas emerge brasa, ese fuego estúpido, absurdo y tan poco recomendable que describió con maestría José María Granados en Frío:

Ella no quiere volverle a ver

Pues se ha enterado que vuelve a ser

El mismo tipo salido con patas de gallo

Pero después de todo, no sé, hay destinos tan inescrutables en la pasión, se bañan en el río de vino de la vida, como los protagonistas de Estado del malestar, y asoma algo mucho peor que el deseo, lo real:

Ella insiste en volver a su etapa gloriosa.

Él se niega a admitir que su héroe palmó.

Y entre todos lo pintan de color de rosa,

pero esta fría esa flor,

pero está helada esta flor.

Hay algo temible y decadente en toda la literatura nórdica que me gusta, por más que resulte improcedente y un tanto snob admitir lecciones desde el corazón de la ruina posmoderna. Tal vez sea el autorretrato. Pienso en Desvastación de Tom Kristensen. Nos pasamos la vida dando razones para luchar contra valores perversos cuando a menudo, algo de esto sabe Houellebecq, la mejor defensa es enseñarle un espejo al enemigo.

Elin no está bien de la cabeza, algún idiota pensará la culpa es de la afición la vino, pero yo sospecho que es en la espuma del líquido espirituoso donde encuentra los espacios para la meditación que el idiota de su chico, el mamón de su amante y su tiranísima esposa, no son capaces de ver. Pero Elin todavía es capaz de reírse siguiendo a la mujer de Bjørn en Instagram. Toda esa colección de frases inspiradoras medio budistas, basura oriental en vena –colesterol para el alma-, esas poses hogareñas tan naturales, ya sabes, metiendo barriga y levantando el pecho, pintadísimos los labios, y esas sonrisas aterciopeladas, no logran desmentir a su verdadera garganta profunda: Bjørn le cuenta otra realidad doméstica; la de la histérica que trata a su marido como la peor cucaracha del mundo, la que es incapaz de dirigirse a alguien del hogar si no es para ladrar y protestar hasta el extremo por algo evidentemente estúpido, la que solo saca su mejor sonrisa matrimonial cuando hay visitas en casa, para fingir felicidad como hace en las redes, la de una infeliz que deja a su paso, de puertas para adentro, un mundo realmente odioso y un hombre, abuelo joven, destrozado, con la autoestima como la de una pulga, pero una pulga enferma de lepra.

Lo bueno de Nina Lykke es que, además de desnudar la falsa apariencia de bienestar del país de la felicidad y la nieve en las postales de Navidad, lo hace con humor. A la protagonista, en la consulta, entre paciente y paciente, le habla al oído Tore, un esqueleto de plástico que la conoce bien, y que exhibe una guasa mediterránea de corrosiva acidez. Pero el esqueleto es su conciencia, aún no lo bastante prostituida por el nihilismo como para pasar por alto el gran timo del Estado absoluto del bienestar total. Y que lo suyo con su chico es una farsa. Y que lo de Bjørn es absurdo. Y que lo de la esposa de Bjørn es despreciable. Y que sus pacientes se impacientan si les cambias su rutina. Y que no es tan fácil dejar el vino cuando se ha convertido en confidente. Y que el dinero es inútil cuando en el corazón borbotea un mar de basura. Y que a la hora de la verdad no hay nadie. Y si lo hay, se va. O traiciona. O no sirve. O qué sé yo.

Sí. Yo he visto a Elin, a Bjørn, e incluso a su manipuladora mujer. Los he visto en cada ventanita amarilla del rascacielos, dando palos de ciego en el camino a esta luna llena, buscando la blancura y el calor de una luz que, sin embargo, no es propia. Es solo un reflejo, la gran farsa. Y he visto almas desesperadas, aburridas ya de sonreír a la cámara de un teléfono, clamando en las noches más oscuras por una razón, la que sea, para driblar las trampas nihilistas de la posmodernidad, para encontrar un sendero a la belleza, un alma pura, un amigo que no se astille, un amor verdadero, para volver a empezar, quizá, y que esta vez no sea lo de siempre. Los he visto porque son los mismos murciélagos enloquecidos que todos ahora llevamos encerrados en el corazón, golpeándonos los ventanales de la conciencia como en un film de terror, por más que, en algunas madrugadas de jazmín y vino blanco, anhelemos las flores del bien, aquellas que partieron un día para no volver jamás.

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