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No hagas lo que él dice

Era un agosto de salitre picante y mal humor. No recuerdo el año. Fue aquel verano en el que hasta las chicas más elegantes decidieron enseñar la totalidad del culo al universo, a ambos lados de un trozo de biquini del grosor de una anchoa anoréxica. Los tíos, por su parte, se vengaron poniéndose camisetas de baloncesto para ir a la playa. Fue un agosto, sí, en el que todo el mundo parecía odiar a todo el mundo, y sentir una necesidad imperiosa de demostrarlo al elegir su ropa.

La playa era todos los días un maldito hornillo. La ola de calor, interminable. Los días, sucesiones de absurdas resacas. Estío inestable, prescindible y denso. Mala gente, malas vibraciones, mala poesía. Música infectada de sonidos caribeños por todas partes, señoritos adinerados haciéndose los ordinarios en el pueblo para que les perdonen la vida, y un montón de tías de plástico, enamoradísimas de sí mismas, o colgadas de osos bravucones, que llevaban agarrados de la mano como quien exhibe a un delfín que sabe pasar por un aro.

Fue quizá el último verano que pasé sin escribir. Agosto era un páramo literario en el periodismo, mi descanso. No lo he vuelto a hacer. Tampoco, como acostumbraba, me daba a la lectura como en cualquier invierno. Leía por entonces letras de porcelana, y aquello era incompatible con esa aplastante exhibición de mal gusto, vapores, y corrupción estival. Creo que, en tales circunstancias, lo más apropiado habría sido leer el manual de instrucciones de un Kalashnikov. Di con algo parecido: El diario del ron.

Meses atrás había leído El Derby de Kentucky es decadente y depravado, aquel artículo de Hunter S. Thompson, publicado en Scanlan’s Monthly en 1970, que los cronistas sitúan como el comienzo del llamado periodismo gonzo. De aquella colección de esquizofrénicos que rodaba por los pasillos de la revista Rolling Stone de los 70, el que a mí me gustaba era P. J. O’Rourke, pero confieso que había algo en Thompson mucho más atractivo que su manera de mentir sobre las drogas y las copas que era capaz de consumir en una sola tarde. Algo en sus letras, y en su manera cansada y cínica de afrontar el fanatismo nacional.

Justo antes del verano, de aquella enloquecida crónica sobre el Derby de Kentucky, que me resultó literariamente familiar, había saltado a Miedo y asco en las Vegas, que se mueve tanto en las turbias crónicas gonzo –casi como obra fundacional-, que resulta un despropósito calificarlo como novela. Thompson jamás fue un novelista. Vivía cada letra de un modo absolutamente diferente a como lo hace un novelista. Y si se le añadió la etiqueta gonzo, en parte fue porque nadie en el gremio de los periódicos podía admitir como periodista a alguien que escribía flotando en medio de violentas alucinaciones y lingotazos a su petaca.

A aquel verano doloroso le faltaba la histeria serena de Kemp, protagonista de El diario del ron que es, por supuesto, el propio Hunter S. Thompson. Su lectura, descreída y un tanto distraída, coloreó mi verano de brochazos lisérgicos. El cuadro de la decadencia que va trazando entre resacas y delirios, la insistente desilusión que subyace, y el lento ocaso de todos los excesos, me dejaron en un estado de aceptación del mal menor que nunca habría logrado entonces, leyendo cualquier bestseller veraniego del idiota de Stieg Larsson.

A medida que avanzaba el libro fui sintiendo el aire más limpio. Incluso me detuve a contemplar, como hacía de niño, las formas de las flores del jardín, y dejé de protestar a todas horas por las altas temperaturas, la marca de cerveza de los chiringuitos, la plasticidad de las chicas, o la falta de higiene de los veraneantes. Claro que, El diario del ron, es Hunter S. Thompson. Ya sabes, no hagas lo que él dice que hace. Tampoco lo salvaje o lo escandaloso es lo interesante, aunque sea a todo lo que llegan la mayoría de los periodistas literarios; vale más el conjunto, incluyendo al personaje, al real y al ficticio, y la forma de sentirlo, el ritmo, la manera de contarlo, las palabras que saca a pasear, las profundidades que acaricia entre ese exasperante clima de frivolidad. Su vida era una penuria confusa, mucho menos feliz que la locura sonriente y animal de su obra.

Supongo que hoy Hunter S. Thompson no podría existir. En El Diario del ron todavía era un tipo libre. Al poco de llegar a Puerto Rico, en la redacción del San Juan Daily News, el fotógrafo de la plantilla da un consejo al protagonista: “Te volverás maricón en esta ciudad, Kemp. Acuérdate de lo que te digo. Esta ciudad le vuelve a uno majara y marica”. Supongo que podrían ahorcarlo en Manhattan por algo así.

Sea como sea, aquel verano hablábamos el mismo idioma. “Luego venía el mediodía”, escribe en El diario del ron, “y la mañana se marchitaba como un sueño perdido. El sudor se convertía en una tortura y el resto del día acababa plagado de los restos muertos de todas aquellas cosas que podrían haberme sucedido. Y el calor era insufrible. El sol se volvía insoportablemente ardiente y agostaba toda ilusión que pudiera haber acariciado”.

Yo estaba viendo aquel sol. Pero, por supuesto, para entonces yo ya estaba en condiciones de enfrentarme con la vida.

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