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El humor y el ingenio de Mark Twain

De entre mis primerísimas lecturas, recuerdo con especial nitidez la primera lección de Tom Sawyer: su tía lo castiga mandándolo a pintar la valla, pero él consigue que la tarea resulte apetecible para los niños que pasan por ahí a burlarse, y hasta le paguen por pintar. Al final, la valla tiene dos manos de pintura (y porque ya no queda más), Tom se ha pasado el día supervisando la obra y tiene los bolsillos a rebosar de tesoros. No se puede ser más listo.

Mark Twain es de esos autores geniales (como Shakespeare, Wilde, Tagore o Lao Tse) a quienes se atribuyen infinidad de frases ingeniosas, algunas de ellas realmente suyas. En los Estados Unidos ha sido siempre la personificación del humor por citas como estas: “Clásico es el libro que todos aplauden pero nadie lee”; “Todo el mundo se queja del tiempo pero nadie le pone remedio”; y una que por lo visto vale para todos los tiempos: “La mentira puede recorrer medio mundo mientras la verdad se está poniendo los zapatos”. Sus libros son clásicos de los que sí se leen, y a cualquier edad. Con ellos viajamos al lejano Oeste americano, a la pujante costa este y al profundo sur; pero también al tiempo de los Tudor con El príncipe y el mendigo (que novela, entre otras cosas, cómo escapó al verdugo el antes poderosísimo duque de Norfolk, que se salvó —es un hecho histórico— porque Enrique VIII murió justamente el día antes de la fecha prevista para la ejecución), o a otro milenio, con Un yanqui en la corte del rey Arturo

En Hannibal, estado de Misuri, a orillas del inmenso Misisipí, en la segunda mitad del siglo diecinueve, todos los chiquillos soñaban con pilotar un majestuoso barco de vapor. Uno de esos chavales que jugaban descalzos al aire libre se llamaba Samuel Clemens, pero cuando empezó a escribir hizo un juego de palabras al tomar como seudónimo “Mark Twain”, expresión propia de la gente del río, que indica dos brazas de profundidad. En las entretenidísimas aventuras de Tom Sawyer y, sobre todo, las de Huckleberry Finn (según Hemingway el texto fundacional de la literatura norteamericana), Twain cuenta aquella vida del sur de sus primeros años. Años después escribió también La vida en el Misisipí (por cierto que fue la primera vez en la historia que un editor recibía un original mecanografiado), donde cuenta sus aventuras como piloto, efectivamente, en un barco de vapor; pero además es un tratado completísimo sobre el río en todos sus aspectos, entre ellos el histórico.

Durante la Guerra de Secesión, Clemens se fue al Oeste: su hermano había hecho campaña por Lincoln, que lo nombró gobernador del territorio de Nevada, en pleno frenesí minero. Clemens fracasó en sus intentos de hacerse rico con los metales, y recurrió a la pluma; estos años los cuenta en Pasando fatigas: un hilarante viaje por la fiebre del oro, pero su primer éxito fue un cuento, La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras. Contaban que, al entrar cada tarde en el Old Corner Saloon de Virginia City, gritaba: “Mark Twain!”, o sea, “apúntame dos”, y el dueño del salón le servía dos tragos y hacía dos marcas con tiza en su cuenta. El periódico Enterprise le pagaba seis dólares al día, y Twain le escribió a su hermana que le sacaba un beneficio del cincuenta por ciento, “porque lo que trabajo no vale más de tres dólares”. Twain empezaba a ser conocido por sus artículos y relatos divertidos, ingeniosos, irónicos. Todos temían (y seguro que anhelaban) ser objeto de sus chanzas.

Ahora que se ha estrenado la nueva serie de Julian Fellowes, viene al caso el nombre por el que se conoce aquella época de la historia americana, expresión inventada por Twain con intención irónica, título de una novela escrita en colaboración con Charles Dudley Warner: La edad dorada: una historia de nuestros días. Fueron apenas cuarenta años, desde la Guerra de Secesión hasta el comienzo del siglo veinte, que coinciden en el tiempo con la Belle époque en Francia y la segunda mitad de la Era Victoriana en Inglaterra, de una efervescencia sin igual, de inmensas fortunas que se ganaban y se perdían, de ferrocarriles y trasatlánticos a vapor, avances en la agricultura y las manufacturas, la minería, las finanzas y las grandes urbes, sobre todo Nueva York, que en estos años pasa del millón de habitantes; después llegarían enseguida los rascacielos. Nació la palabra “millonario”. Es el tiempo de las “princesas del dólar”, jóvenes herederas de inimaginables fortunas americanas que se casaron con aristócratas europeos: la condesa Cora de Downton Abbey es un caso típico, pues más de un tercio de los miembros de la Cámara de los Lores del momento hicieron matrimonios como este. The Gilded Age es el título original; “gilded”, pintado de oro, que no “golden”. Twain y Warner pintan aquella sociedad de gente emprendedora, ambiciosa, que impulsó el rapidísimo desarrollo de un país inmenso; una sociedad de brillos rutilantes y dinero nuevo y mecenas de las artes, de traslados de tesoros históricos europeos al Nuevo Mundo; de materialismo y de corrupción política. 

Para el joven americano, esté donde esté, los caminos hacia la fortuna son innumerables y todos están abiertos; el mismísimo aire invita, y el éxito ocupa todo su amplio horizonte. No sabe cuál elegir, y es posible que derroche varios años en coquetear con sus oportunidades, antes de entregarse a la atracción y la tensión de un objetivo único. No tiene tradiciones que lo limiten ni guíen, y su impulso es el de romper con la profesión que haya seguido su padre, para abrirse camino por sí mismo.

Philip Sterling solía decir que, si se entregara en serio durante diez años a uno de los muchos proyectos que tenía en el cerebro, creía que podría llegar a rico. Deseaba ser rico, deseaba sinceramente una fortuna, pero por algún motivo inexplicable dudaba a la hora de concentrarse en la estrecha tarea de conseguirla. Nunca caminaba por Broadway, integrado en su marea de vida abundante y cambiante, sin sentir el latido de la abundancia, y andar inconscientemente con el paso elástico de uno a quien le va bien en este mundo próspero.

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