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Chin, chin, chin: diez grandes novelas de capa y espada

Duelos a muerte, amores peligrosos, amistades inquebrantables, traiciones sin perdón posible y giros de vértigo: en mi vida de lector, pocos géneros literarios me lo han hecho pasar tan bien como las novelas de espadachines. Para unos, es un subgénero de la literatura histórica, pero yo creo que es algo más; para otros, una variación del folletín, pero yo pienso que es algo diferente. La etiqueta requerida: aventuras ambientadas en Europa, aproximadamente entre el XVI y el XVIII, aunque esto admite muchísimos matices, geográficos y temporales.

Los héroes de estos libros no son perfectos: bravucones, violentos y enamoradizos -muy humanos-, poseen una arquitectura moral y un sentido del honor que los diferencian netamente de los malos. Podría añadir unas cuantas cosas, pero, al margen de los academicismos, hay algo en una novela de capa y espada que hace que el lector afín la reconozca inmediatamente, aunque desborde las convenciones, por lo que no vale la pena detenerse en trazar los límites, que yo mismo me saltaré con esta selección de mis historias favoritas.

Los clásicos no suelen fallar, y Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, es uno, claro: una de las grandes novelas de su siglo, en general. “Sois joven”, le dice a D’Artagnan su padre, “y debéis ser valiente por dos razones: la primera, porque sois gascón; la segunda, porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y buscad las aventuras”. Y durante las tres novelas que componen la saga -después de la primera llegaron Veinte años después y El vizconde de Bragelonne-, el protagonista sigue el consejo al pie de la letra.

Pero si ya han explorado la serie de D’Artagnan quieren probar algo diferente de Dumas, elijan El caballero de Harmental, más romántica y más política, en la que el embajador de España tiene un pequeño papel en la trama como conspirador. Todavía recuerdo lo mucho que disfruté con ella, de adolescente, cuando la encontré en una vieja librería de Buenos Aires.

“Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Ese era todo su patrimonio”. Así comienza Scaramouche, de Rafael Sabatini, ambientada en la Francia revolucionaria -todo un filón para la literatura posterior, la buena y la mala-. Su protagonista, André-Louis Moreau, es un joven abogado sin grandes inquietudes políticas que, tras la muerte en duelo de su mejor amigo, jura defender sus ideas avanzadas. Intrigas políticas, ambiente bohemio, frases afiladas y mucha, mucha esgrima.

La pimpinela escarlata, de la Baronesa Orczy, también transcurre en esos días agitados, aunque aquí el contenido es netamente contrarrevolucionario. Antecedente de las historias de superhéroes, la historia de Sir Percy Blakeney es un manifiesto de dignidad y libertad en un tiempo en el que triunfaban los canallas. Además, claro, es divertidísima.

No es el único ejemplo en el género de héroes con doble identidad. El Zorro, personaje creado por Johnston McCulley, defiende la justicia en la California de la primera mitad del XIX, entre misiones y ranchos. La marca del Zorro reúne varias historias del intrépido aristócrata.

Es curioso: en las novelas de capa y espada, España no suele salir muy bien parada. En Soportal de los malos pensamientos, de Juan Antonio de Blas, una historia de espías de mucha altura literaria, nuestra Corte está detrás de un golpe para hacerse con el control de la Venecia del siglo XVII. El ilustre agente encargado de la misión: don Francisco de Quevedo, nada menos. Con una sólida base histórica y un estilo envidiable, esta joyita merecería ser mucho más conocida.

Si hasta aquí he repasado novelas con escenarios reales y un cierto anclaje en la historia, termino con dos historias de fantasía imprescindibles. La más antigua, El prisionero de Zenda, de Sir Anthony Hope, es quizás mi favorita del género, y siempre he soñado por pasar unas vacaciones en Ruritania -quizás aproveche para pasarme por Syldavia, que creo que queda cerca-. Uno de los secretos de su éxito es que su villano, Rupert de Hentzau, está a la altura de su héroe, Rudolf Rassendyll. ¡Larga vida al rey de Ruritania!

La Corte de Florín, por cierto, también está agitada. Allí el sádico príncipe Humperdinck, que rige los destinos del país por la incapacidad de su padre, se enfrentará a una conspiración formidable. Supe tarde demasiado tarde que La princesa prometida, además de una gran película, es una gran novela de William Goldman, rebosante de imaginación, humor y romanticismo, y, aunque lo ideal habría sido descubrirla de adolescente, les aseguro que me lo pasé en grande leyéndola de treintañero.

Porque hay cosas que no tienen fecha de caducidad, y la lectura de libros de aventuras, en general, y de espadachines, en particular, es una de ellas. Y hoy menos de nunca: necesitamos héroes que desenvainen la espada contra el aburrimiento y el cinismo. Dejen en su estante ese libro de autoayuda y váyanse a dar una vuelta con D’Artagnan, Moureu o Rassendyll, esos viejos amigos que nunca nos fallan.

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