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El crepúsculo de lo universal según Chantal Delsol

La modernidad envejece mal”. Esta sentencia, casi un apotegma, aparece en Le crépuscule de l’Universel (Le Cerf, 2020), último libro publicado hasta la fecha por la filósofa francesa Chantal Delsol, discípula del gran estudioso de la esencia de lo político, Julien Freund (Julien Freund, La esencia de lo político, CEPC).

Entre el tiempo de los apóstoles jacobinos y el fracaso de sus sucesores bolcheviques, es decir, entre 1789 y 1989, la cultura occidental reivindicó su estatus universal para extenderse por toda la tierra. Las conquistas de los europeos se asemejaban a las empresas de los predicadores. Empalmaban así con nuestra tradición más genuina, la que comienza con Pericles y su voluntad de extender la democracia a las ciudades griegas sometidas y siguió con las cruzadas de los cristianos en nombre de la verdad. Los derechos humanos representaron el nuevo rostro del discurso proselitista sin que los europeos abandonasen su condición de misioneros armados, como los llamó Robespierre

Sin embargo, nuestra autora observa que algo ha cambiado desde hace unos años. La euforia perpetua del Homo Festivus que la antropología posmoderna celebraba hasta no hace mucho empieza a mostrar los primeros signos de abatimiento. La depresión parece haberse apoderado del mandarinato mundialista. Basta con observar la mueca de desagrado que se dibuja en el rostro de nuestras hasta ayer aclamadas elites cosmopolitas ante la irrupción de la “lepra populista”, como la bautizó Macron con fórmula digna de figurar en el Apocalipsis. Lepra encarnada por las legiones de nuevos bárbaros y otros jinetes escatológicos que, dentro y fuera de Occidente, han comenzado a crecer como las setas. Precisamente al tema del populismo dedicó nuestra autora uno de sus últimos ensayos, el único, de hecho, que se ha traducido a nuestra lengua (Populismos, una defensa de lo indefendible, Ariel, 2016).

Como estudiosa del populismo participó en Cartagena en el curso “¿Crisis de la democracia o agonía de Occidente?”, organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en septiembre de 2019. Quienes pudieron escucharla entonces en la hermosa ciudad portuaria comprobaron hasta qué punto la editorial Ariel forzó más allá de lo debido la traducción del título de esta obra notable con la intención, seguramente, de hacerla más apetecible para los paladares hispanos, acostumbrados por aquel entonces a confundir aquello del populismo con la juvenil pandilla podemita (hoy aburguesada) que desfilaba con alfombra roja por los platós televisivos.

En realidad, de lo que se trataba era de otra cosa. El título original de la obra en francés nos hablaba bien a las claras del genuino semblante del homo populista: “les demeurés de l’histoire” (los retrasados de la historia). No pretendía, pues, la pensadora gala describir la noble cruzada de intachables progresistas enragés contra la corrupción de la casta partitocrática sino más bien retratar aquella feroz coalición de tribus nacionalistas a los que la celebérrima y a la postre derrotada Hillary apodó “deplorables”. Nada que ver, pues, con la intelligentsia que germinó en la Fakul de Somosaguas y hoy prospera como izquierda extraterrestre y gubernamental.

Una nueva guerra de dioses

En suma, la novedad que representa la irrupción del populismo en la crisis epocal del universalismo es esta: por primera vez se amotinan frente a nosotros, occidentales posmodernos, culturas exteriores que se oponen abiertamente a nuestro modelo, no solo de forma instintiva, sino apoyándose en argumentos que legitiman otro tipo de sociedad. Delsol llama a estas sociedades “modernidades alternativas”. En otras palabras, estas sociedades (Turquía, la China de Xi Jinping, la Rusia de Putin o la Europa de Visegrado) niegan el carácter universal de los principios que hemos proclamado por todos los rincones del mundo y los consideran como una ideología que responde a una estrategia de dominación diseñada por el soft power de las elites globalistas.

Frente al Occidente individualista y posmoderno se yergue así un vasto conjunto “holista” que, con todos los matices que se quieran, hace de la idea de arraigo su santo y seña. El preludio de la actual controversia entre cosmopolitas y arraigados ya fue anticipado en su momento por las reflexiones de otra filósofa francesa, Simone Weil, que escribió: “el desarraigo constituye, con mucho, la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas, pues se multiplica por sí misma. Los seres desarraigados tienen solo dos comportamientos posibles: o caen en una inercia del alma, casi equivalente a la muerte, o se lanzan a una actividad que tiende siempre a desarraigar, a menudo por los métodos más violentos, a los que no lo están todavía o no lo están más que en parte

Ahora bien, este nuevo enfrentamiento entre desarraigadores y arraigados, entre los anywheres y los somewheres (como ahora se los llama con fórmula casi ritual), no es solo, advierte Delsol, el conflicto de civilizaciones del que ya nos alertaba Samuel Huntington sino que representa, por la intensidad del movimiento anti-occidental, una nueva era que marcará el signo del debate público durante mucho tiempo.

La escisión o fisura se produce entre ese Occidente todavía portador de una ilusión universalista desbocada y una resistencia cultural multipolar que, apegada a la particularidad y el arraigo, reivindica el sentido común y la idea de límite, con sus Escilas y Caribdis.

Delsol defiende que el universalismo posmoderno sufre del síndrome del “provincianismo del tiempo”: solo la época presente se justifica, las viejas creencias deben ser eliminadas empujando al basurero de la historia a las religiones, las naciones y los conflictos. Se trata de una nueva “guerra de dioses” e, inevitablemente, estos nuevos dioses definirán a los “genios invisibles de la ciudad”, en feliz expresión de Guglielmo Ferrero, talismanes legitimadores que determinan en el tiempo el horizonte político-moral de las sociedades.

El ensayo no solo incluye un diagnóstico sino también una etiología del crepúsculo de lo universal en la historia reciente del mundo. La raíz de esta confrontación debe buscarse en la hibris de la civilización occidental que, emborrachada de éxito tras la caída de su alter ego comunista, impulsó un programa misionero que recordaba en parte a aquel.

Y es que el posmoderno ha sido concebido por la ideología mundialista en el vientre del bolchevique derrotado. La autora señala que el nuevo modelo hegemónico no trata, empero, de emular las técnicas del genuino totalitarismo de sus mayores, tema que ya abordó en su última obra, La haine du monde (Cerf, 2016).

Los métodos violentos que caracterizaron a las utopías mortíferas del bolchevismo y del nazismo han quedado definitivamente sepultados por la historia. No obstante, la demiurgia utópica del proyecto revolucionario se mantiene como ideal en el Occidente posmoderno, que se ve a sí mismo como vanguardia en una guerra filantrópica contra la realidad del mundo y en nombre de la emancipación total del género humano.

Ya nos avisó Zygmunt Bauman: un cordón umbilical ya olvidado vincula al genocidio con el proyecto moderno de purificación.

 

Sin embargo, el Lenin afeminado de nuestra época ya no es capaz de morir ni de matar por ninguna idea. Para convertir el mundo en un arcoíris gigantesco basta y sobra con la educación, la cultura mainstream de los medios de comunicación y el recurso al terrorismo intelectual como método psicológico regulado en función del nivel de amenaza de los disidentes, destinados a morir civilmente en la guillotina de la inteligencia. Si Lenin (Stéphane Courtois, Lenin, inventor del totalitarismo) proclamó aquello de “contra los cuerpos la violencia, contra las almas la mentira”, no hay más remedio que considerar al sistema de adoctrinamiento cosmoprogresista como una forma de leninismo rosa y capitidisminuido.

 

Para entender el desbocamiento del momento posmoderno, que eleva al humanitarismo moral a la altura de una verdadera religión civil, Delsol recuerda a Alexandre Zinoviev, disidente ruso que publicó después de la caída del Muro de Berlín una obra significativamente titulada Occidentismo, ensayo sobre el triunfo de una ideología. El argumento era relativamente sencillo. Occidente ha generado una rica civilización caracterizada por el genio del trabajo, el riesgo y la organización, que ha producido inauditos progresos en el terreno cultural, social y económico. Pero la cultura occidental se adornó con un rasgo que las otras no tienen: pretende ser LA cultura universal. Esta universalidad impregna de sacralidad las aspiraciones de sus principios fundamentales, como son los derechos humanos y las libertades individuales. Y esta pretensión es peligrosa, ya que la convierte en una verdadera ideología.

En efecto, los predicadores de la corriente occidentista posmoderna vienen marcados por el rasgo principal de la ideología: creen que saben pero no saben que creen. Zinoviev va todavía más lejos. Señala que la ideología occidental de los derechos humanos es la máscara engañosa tras la que se oculta una voluntad interesada de dominio, una particularidad que busca someter a las conciencias mediante los recursos psicológicos de la burla y la vergüenza. 

 

¿Nihilismo o puritanismo?

En el mismo sentido, Delsol señala el error de quienes proclaman el nihilismo o relativismo de nuestra época. “Es imposible – subraya– que una cultura permanezca mucho tiempo privada de moral”. Nuestra época no solo no es nihilista, es puritana. Prueba de ello es que no solo juzga a los vivos sino también a los muertos. Su hipermoralismo, que ya fue convenientemente desnudado por otro filósofo francés, Pascal Bruckner, no solo se refleja ejemplarmente en movimientos contemporáneos como el feminismo supremacista del Me Too, el ecologismo vegano, el animalismo, el antirracismo del Black Lives Matter (bautizado proféticamente por Alain Finkielkraut, en su día, como el “comunismo del siglo XXI”) sino que se traslada a las relaciones internacionales, en las que rige el principio de la “diplomacia del castigo” según fórmula que debemos a Bertrand Badie.

Para la comprensión occidentista de las relaciones internacionales “gobernar consiste, a partir de ahora, en obrar como censor de la moralidad de las naciones”. Se trata, pues, de recompensar o castigar con las nuevas tablas de la Ley, las de los derechos humanos, la protección de las minorías, las reformas morales de la sexualidad heteronormativa y de la familia “tradicional”, etc. Y es que periodos de puritanismo moralizante suceden en la historia a la caída de las religiones. Los nuevos inquisidores, hoy encarnados en los jemeres rosas de la policía del pensamiento, no solo no pierden, de la noche a la mañana, la buena costumbre de censurar sino que desarrollan nuevos sistemas de encuadramiento mental al servicio de la dictadura cordícola y victimocrática. Todo posmoderno lleva un pequeño Calvino en su interior.

Quizá haya que rastrear en esa vanidad posmoderna, en ese complejo de superioridad moral del progresismo universalista contemporáneo, la cadena de acontecimientos que se han desarrollado después. Y en este punto la tesis del crepúsculo de lo universal se asemeja a la del ensayo de Ivan Krastev y Stephen Holmes, La luz que se apaga, también recientemente publicada, en este caso bajo el paraguas financiero de George Soros, quien amablemente nos recomienda la obra en su solapa.

 

 

Porque existe una psicología de las naciones estos autores sostienen que el augurado “fin de la Historia” de Fukuyama no fue más que el comienzo de una “Era de la Imitación”. Esta psicología inter-nacional podría remitir a la psicología “interdividual” expuesta en la teoría mimética de René Girard. No por casualidad el tándem Holmes-Krastev apela al teórico francoamericano de la violencia y lo sagrado: “Mientras que Fukuyama confiaba en que la Era de la Imitación supondría un aburrimiento sin fin, Girard fue más profético, al pronosticar el potencial que tenía para incubar ese tipo de vergüenza existencial que puede alimentar una agitación explosiva”. Fukuyama ha muerto, viva René Girard. Ya lo dijo Paul Ricoeur: “Girard será, para el siglo XXI, de la misma importancia que Marx o Freud para el siglo XX”. Nada que objetar: una cosa es el método y otra muy distinta las conclusiones. Sobre el método poco hay que rebatir y Chantal Delsol parece también, aunque no explícitamente, adoptarlo como suyo. En cuanto a las conclusiones, la mueca de horror de nuestras elites biempensantes (ejemplarmente representadas por gentes como Krastev y Holmes) ante la irrupción en la escena pública de los leprosos ideológicos quizá anticipe un futuro de esperanza para las naciones y los pueblos de Europa, como tendremos ocasión de comprobar en la próxima entrega que dedicaremos al ensayo de la pensadora política francesa.

 

Continúa leyendo aquí la segunda parte del artículo.

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