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En un anochecer de espera

El aliado de la impaciencia. La ansiedad azul, como unos ojos inalcanzables. El pálpito inquieto de una expectativa. La agonía de un presagio, negro como la estela de los cormoranes. Es la espera de estas tardes del agosto encanecido. Los campos del noroeste ya enrojecen; espiga amarilleada y retazos de fuego. Pero el sol ya no sabe calentar, las playas se han vuelto desiertos tibios, hay sitio en las terrazas de la playa. Y mis pasos son el deambular de un pordiosero, allá en la trasera del barrio, por la avenida miserable de las emociones. 

Hay calma en las huertas, silencio en los sembrados, hay alegría en las higueras y también una brisa de septiembre, que es el abogado del patíbulo de la rutina. Un reloj detenido, incapaz de retomar el latido de la vida, un campanario ensordecido. Una aterradora mirada a lo inhóspito al escrutar la danza ennegrecida del crepúsculo. Un año más, el viejo abeto centenario, en sus raíces respiran anudadas mis zozobras, bien nutrido de eléctricos herrerillos y carboneros, es testigo de otra espera. 

Aún verano. Aún es lento el tiempo, pero ya se escurren los minutos más livianos, hacia la pendiente de la noche, mientas se retuercen las preguntas de mañana. Esperamos siempre. Esperamos a cambio de nada. Esperamos ya sin esperanza. Cuando todo parte alrededor, reanuda su viaje, y muere el espejismo ruidoso del verano, la palidez del alma enferma emerge en la boca de la noche, impresionando a los peregrinos con su soledad, un fanal ambarino que tose luz en la falda de una colina. 

Y la fatiga. Pesan los inviernos que aún no han sido. Esperar así es disertar con Handke. “Un cierto cansado, a modo de otro Orfeo en torno al cual se unen los animales más feroces y al final pueden estar cansados con él. El cansancio les da el compás a los solitarios distraídos”. Mientras se enciende la luna, chillan los grillos, y el último golpe del portón de los chiringuitos es un trueno que anuncia que la espera será, una vez más, solitaria. La posibilidad de cualquier cosa. A menudo, conozco esta sensación, soy el Buzo de Cooper: “como un ángel de luz que no puede ya volar / con las alas empapadas en aceite / dando tumbos hacia el sol, intentando recordar / cuándo fue la última vez que tuvo suerte”. 

 

 

Bajo el estallido de las estrellas, con las algas de la bajamar vaporeando toda la costa, los sueños tienen el peligro de seis gintonics. Y, tal vez, vergüenza prometeica de Günther Anders, surge la infinita miseria de ver la inmensa bóveda trufada de la perfección de los satélites: ellos al menos conocen su maldito destino. No esperan. No necesitan más. Desconocen el amor. Y el amor propio.

 

 

“La espera de una llamada no solo te vuelve indefenso, sino que es un estado que oscila entre la pasividad y la acción”, leo a Andrea Köhler, “cuando nadie te habla, empiezas a hablarte tú mismo”. Supongo, al fin, que la noche va extinguiendo lentamente la espera. La muerte de la expectativa. La derrota. A ratos la vida es como esta madrugada. Esperamos un mensaje, unas flores, un mohín de asentimiento. Esperamos a un amor, una propuesta de trabajo, al amigo que siempre llega tarde. Esperamos su llamada. Un beso. Un guiño de complicidad. Esperamos la cuenta, en la cola del paro, nuestro turno en la charcutería. Esperamos la edad adulta, para luego suspirar por la niñez. Esperamos a que pique el pez más gordo, a que rompan en flor los dondiegos, a que suene el despertador en la noche de insomnio. Esperamos las rebajas, los resultados de una biopsia, el día de la Primera Comunión. Esperamos un milagro, el pitido final del partido, el vuelo enloquecido de las golondrinas. Y a veces, deja que agosto se muera tras la silueta de este abeto, esperamos también tener algo que esperar. 

 

 

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