Ignacio Ruiz-Quintano lo saludaba en su columna de ABC del pasado 10 de julio de 2021, precisamente a propósito de la publicación del libro que nos proponemos comentar aquí, como “el único pensador político que tenemos”. Y no admite duda, en efecto, que el nombre de Dalmacio Negro debe ubicarse entre los más prestigiosos de la Academia española en las últimas décadas. Que su quehacer se haya desenvuelto preferentemente en el ámbito de la historia de las ideas políticas nos obliga a destacar la hercúlea tarea que despuntar en este terreno supone. Maestro y realista político en la estela de Maquiavelo, Dalmacio Negro representa mejor que nadie, a sus casi noventa años, la dignidad heredada del pensamiento político español. Pensamiento moribundo, conviene hoy recordar, desde que resultara aquejado por las fiebres constitucionalistas, esas calenturas que llegaron con otras modas a las cátedras universitarias del posfranquismo. Si nuestro sesentayochismo fue débil e impostor, nuestro setentayochismo cadavérico va camino de sobrevivir más de medio siglo. A favor de viento y marea, naturalmente.
Conceptos políticos volcánicos
“La preocupación mayor del profesor Negro Pavón es el concepto preciso, pues en el fondo es también jurista”, observa su discípulo Jerónimo Molina en la presentación de esta colección de artículos políticos que el académico español publicó en distintos medios entre 1989 y 2013. Como destaca también el editor de Liberalismo, Iliberalismo, título particularmente bien elegido tanto para recoger las preocupaciones del autor como para levantar acta del desconcierto político-moral de la época que nos toca en suerte vivir, la obra Dalmacio Negro es radicalmente sistemática y, a la vez, desmitificadora. He aquí dos rasgos aparentemente contradictorios pues el espíritu de sistema se ha visto no pocas veces salpicado por el modo ideológico de pensamiento (sucedáneo habitualmente inadvertido del pensamiento mítico salvo para mentes preclaras como la de Vilfredo Pareto) del que nuestro académico ha sido un pertinaz debelador. Mas no se debe confundir el espíritu creativo que anida en el bios theoretikos con el sistematismo ideologizante que comienza a insinuarse con el racionalismo moderno. Evitarlo está solo al alcance del filósofo con alma de historiador o del historiador con vuelo filosófico, raras avis y, para más inri, especies en extinción (por no decir extintas) en el bárbaro universo de la especialización burocratizada de la vida universitaria hodierna. “Y es que –señalan también Jerónimo Molina y Carlo Gambescia, que acompaña con su firma la presentación de la obra-, al igual que una dedicación seria a la historia política no puede prescindir de las categorías en que los hechos se destilan, una consideración filosófica dirigida intencionalmente hacia la verdad de las ideas y formas políticas ha de ir acompañada por fuerza de la preocupación cronológica. En este sentido la obra de nuestro autor exhibe admirablemente los efectos de esa potenciación recíproca que, cuando está ausente, se deja sentir en la desolación del paisaje intelectual”.
Quien además de frecuentar al profesor Negro Pavón a través de sus escritos haya tenido el privilegio de tratarle en persona advertirá lo acertado del juicio del profesor Miguel Ayuso: “nuestro hombre, de aspecto sencillo y cachazudo, se torna volcánico por escrito” . Buena prueba de ello es esta colección de artículos políticos, fundamentalmente publicados en la columna semanal del diario La Razón entre 1998 y 2004, en la que sobresale el estilo inconfundible del académico madrileño, “decantación de su oficio universitario desde que se encontrara con Francisco Javier Conde. Su inclinación teórica y filosófica se transparenta en una vasta bibliografía, en la que se impone una terminología propia y una personal visión de las grandes nociones y distinciones políticas”.
Una prevención preliminar, sin embargo, puede incomodar al lector, especialmente al familiarizado con la obra del catedrático español. ¿Cómo situar este entramado disperso de contribuciones puntuales – y quizá accidentales – en el amplio aparato teórico que elaboró su autor entre sus primeros trabajos académicos dedicados a Stuart Mill y sus obras de madurez? Lógica y natural suspicacia que se disipa automáticamente en cuanto se descubre la identidad de los editores, los ya mencionados Jerónimo Molina Cano y el sociólogo italiano Carlo Gambescia, quienes asumieron la ingrata pero indispensable labor de la selección y estructuración de este manantial bibliográfico de 273 artículos registrados, fechados y localizados que merecían mejor suerte que los resultados que arrojan los más potentes motores de búsqueda de la red. Sobradamente familiarizado con la obra de su maestro, aclara Molina Cano que “los artículos no se ordenan aquí cronológicamente, sino que se agrupan temáticamente en seis grandes secciones que idealmente comprenden algunas de las preocupaciones fundamentales del autor, por este orden, historiador del Estado, filósofo político, traductor y editor de clásicos políticos modernos y contemporáneos y crítico de la cultura”. Así pues, el lector, ya sea neófito o iniciado en las teorías políticas de Don Dalmacio, comenzará por agradecer la estructura temática de una obra que, ejemplarmente editada por la editorial Los Papeles del Sitio a cargo del poeta Abel Feu, ha organizado este pluriverso de contribuciones en función de los grandes temas que atraviesan el corpus teórico dalmaciano y que, a continuación, repasaremos, siquiera sea someramente.
Lo político y la política, el Estado y el Gobierno, distinciones capitales
La primera de estas secciones da cuenta de la dicotomía entre lo político y la política. Pórtico indispensable para la introducción a una ontología de aquel saber que inauguraron los griegos al tiempo que desataban a la comunidad de los hombres libres de las cadenas del mito, se trata también de una distinción fundamental que por lo general escapa a sensibilidades por lo demás meticulosas con otras menudencias academicistas. La política es el hacer que se desenvuelve en la historia mientras que lo político permanece en la esfera del ser. Un ser que el filósofo aspira a penetrar con las esencias de una metafísica que, sin embargo, debe renunciar a sus excesivas ambiciones contemplativas para adaptarse a un terreno regido por la libertad humana y el conflicto que de ella se deriva. He aquí la cuestión capital de la autonomía del saber político. Distinguir la política de lo político “constituye para Dalmacio Negro, en los antípodas de todo mecanicismo o determinismo, un acto de libertad, tanto cognitiva como existencial”.
Por el imperativo ontológico de su historicidad, toda política es, así, cliopolítica, como a nuestro maestro le gusta recordar en sus seminarios. De esta irrenunciable categoría del análisis dalmaciano se desprende naturalmente la segunda de las secciones, centrada en la dinamicidad del «movimiento social». Dinamicidad que no se puede desvincular de la historia natural del crecimiento de aquel artefacto originalmente ideado por Hobbes para embridar políticamente los impulsos guerracivilistas de las heterodoxias religiosas que fracturaron la Cristiandad. “El Estado moderno es la transformación del aparato que la sociedad elaboró para su defensa en un organismo autónomo que la explota”. Se puede decir que Dalmacio Negro desarrolla esta sentencia del siempre sagaz genio gomezdaviliano, ganando así para la inteligencia la comprensión de la acusada politización de las más diferentes esferas de la vida social que define nuestros últimos siglos de historia, desde las grandes herejías analizadas por Hillaire Belloc hasta las actuales expresiones del totalitarismo suave, maternal y terapéutico. Nos quedamos, eso sí, con las ganas de saber, pues la erudición del profesor Negro Pavón no ha estado nunca reñida con su agudo sentido del humor, qué hubiese escrito hoy, por ejemplo, sobre las impagables ruedas de prensa de esas facundas “portavozas” de los gobiernos de mucho progreso planetario, preocupadas últimamente por tutelar a las doncellas españolas en todo “acto sexual” perpetrado en el Reino, pero el lector no dejará de advertir que la potencia de los conceptos dalmacianos también se mide por su capacidad de acoger las sucesivas e inagotables muestras del desvarío político contemporáneo.
Las buenas intenciones de nuestros políticos lastimeros quizá solo se entiendan por el sesgo cognitivo de corte moralista que impregna a nuestras democracias tras la irrupción triunfante del Imperio del Bien con la caída del muro berlinés en 1989. Otros muros invisibles vinieron a sustituirlo. Y es que no hay bien que por mal no venga, aunque otra cosa diga nuestro refranero. El fascismo cordícola (Philippe Muray dixit) de nuestro Big Mother es también el resultado imprevisto de la larga tensión, genuinamente europea, entre las dos espadas, la del poder secular y la del espiritual, pues Europa debe su singularidad política a la articulación de la auctoritas y la potestas y a la larga querella de las investiduras entre la Iglesia y el poder político. He aquí el tercero de los bloques temáticos de la obra y, para dejar constancia de su relevancia, conviene destacar que Don Dalmacio no ha dejado de recordar que el Estado imitó a la Iglesia desde su nacimiento. Menos previsible era, salvo para los muy iniciados en las artes históricas de la rivalidad mimética girardiana, anticipar que la mundanización rampante de la Iglesia acabaría empujándola a emular y aplaudir las sonrientes apologías que emanan del consenso socialdemócrata. Pero el maestro español no solo conoce a Girard sino que también explota las inmensas posibilidades del enfrentamiento transhistórico entre el Logos de Heráclito y el de San Juan, reformulación de la vieja la teología agustiniana de la historia en el vocabulario del autor de La Violencia y lo Sagrado.
La cuarta sección se centra más específicamente en El Estado como forma política de la modernidad. La distinción entre Estado y gobierno, a la que nuestro académico dedicó una obra menor por su extensión pero mayúscula por su contenido, recoge una herencia schmittiana que, en su caso, se conjuga también con las brillantes aportaciones de la generación olvidada de los juristas de Estado que emergieron en el cuarto de siglo de oro del pensamiento político español (1935-1969), tema al que por cierto ha dedicado Jerónimo Molina su reciente discurso como correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas . Alumno de la Universidad Complutense cuando esta institución llegó a ser la Atenas en la que enseñaron gigantes como Luis Díez del Corral, Francisco Javier Conde y Jesús Fueyo, el profesor Negro Pavón construye su teoría de las formas del Estado atendiendo, una vez más, a la distinción entre la esencia de lo político y sus modulaciones históricas. El Estado, circunscrito al ethos de la modernidad, frente al Gobierno, que recorre por el contrario toda la historia humana como expresión necesaria del presupuesto político del mando y la obediencia.
Tradición europea de la libertad y el enigma del Estado español
La quinta sección queda delimitada por la concepción política del autor de La ley de hierro de la oligarquía, articulada en torno a su defensa de la tradición europea como tradición de la libertad. Inmune a los etiquetados de las mentes aproximativas, siempre dispuestas a encerrar la realidad o la historia bajo el cómodo envoltorio de los “ismos” acostumbrados, la obra del académico español disecciona y desmenuza las contradicciones y tensiones entre la tradición liberal de Occidente y la nueva faz ideológica del liberalismo estatalista moderno. De acuerdo con la brillante taxonomía propuesta por Carlo Gambescia en su Liberalismo triste, Dalmacio Negro es un liberal árquico y se distingue claramente de las otras tres familias liberales establecidas por el investigador italiano. “Así –destacan Molina y Gambescia– rechaza los prejuicios antipolíticos del liberal micro-árquico, quien no solo confunde Estado y gobierno, sino que los declara enemigos absolutos del género humano”. Tampoco tiene contemplaciones con el liberal an-árquico, “que abomina del mando en todas sus expresiones, pues teme y niega al mismo tiempo el imperio de la Ley de Hierro de las Oligarquías”. Consciente de que la condición suficiente y necesaria del despotismo es la desaparición de toda especie de autoridad social no conferida por el Estado, se encuentra más alejado todavía del liberalismo macro-árquico que destila el consenso social-liberal de los Estados del Bienestar de posguerra. Su liberalismo es la consecuencia y no la negación de la esencia de lo político. Liberalismo lúcido, más erizo que zorro, pues ante todo sabe una cosa, que es la esencial: en política se manda obedeciendo sus leyes y regularidades. Alma triste en un cuerpo de acero, en expresión de Melville, el liberal árquico se muestra escéptico ante el poder del gobierno, al que previamente ha desacralizado, sin dejar de reconocer su necesidad a partir del reconocimiento de su clásica función farmacológica. Salus Populus suprema lex est, decían los romanos y no es extraño que a su temperamento debamos el invento de la dictadura comisaria. “Solo Roma supo mandar sin pretextos ideológicos”, decretaba Gómez Dávila. Con pretextos ideológicos, sin embargo, recuperaron el concepto los revolucionarios franceses y bautizaron el empeño con un nombre tristemente célebre: Comité de Salud Pública. Hasta el mismísimo Maurras, campeón intelectual de los contrarrevolucionarios del siglo XX, aplaudía la fórmula acuñada por la mente terrorista de los jacobinos, esos enfermos de anticomanía. El maestro de Martigues y padre del nacionalismo integral no perdonaba el crimen revolucionario. Poeta y realista político (simbiosis extraña y gloriosa) tampoco olvidaba, sin embargo, que la política es, desde Platón, un arte medicinal.
Un liberal árquico
El liberalismo realista de Don Dalmacio no es el liberalismo festivo de esos “liberalios” que acostumbra Hugues a ridiculizar magistralmente en sus columnas de ABC . Es normal que Jerónimo Molina le rinda homenaje por su memorable contribución léxica a la topografía espiritual de la bajura de nuestros tiempos impolíticos. De acometer (per accidens, se entiende) la lectura de algunos de los artículos de nuestro Dalmacio, estos liberalios reaccionarán, a no dudarlo, con la misma mueca de desagrado que reservan por lo general a los deplorables iliberales las elites mundialistas nacidas al calor del cacareado Fin de la Historia. Elites que no solo se rebelaron contra sus pueblos, como ya nos recordara el inconformista Christopher Lasch, sino que también lo hicieron contra el sentido mismo de la historia como conflicto inextirpable. A estas elites parece dirigida la amonestación de Molina Cano, que recuerda que “la tragedia particular del carácter liberal es que la política lo desgracia. Pues entre la metafísica y la historia media siempre un drama”.
Por último, pero no menos importante, asoma en la última sección de la obra la preocupación por el enigma español del Estado del catedrático nacido en Madrid en el mismo año de la proclamación de nuestra Segunda República (dejemos la numerología política en manos de lectores atrevidos), temática a la que también ha dedicado una obra de suma importancia, Sobre el Estado en España. La contingencia histórica del Estado se entromete en la historia de España como un agente externo, especialmente a través del esqueje de la dinástica borbónica tras la Guerra de Sucesión. Hasta ese momento, e incluso después, nuestro Imperio sobrevivía como Cristiandad menor después de ser vapuleado por los leviatanes de Europa. El proceso de la Decadencia española no puede interpretarse debidamente ni más allá ni más acá de la poderosa clave que ofrece el estudio de las formas políticas en la Historia. En la senda de los estudios sobre la Monarquía de España de su maestro Díez del Corral se enmarca la tentativa de su discípulo de encuadrar la fundación tardía del Estado nacional español. Estado hoy reconvertido en desgobierno de lo público por vicio original de su génesis autonómico-esquizofrénica, como demuestran sobradamente los demonios familiares que replican el trauma de la historia, pesadillas recurrentes desde el hundimiento de la Madre Roma castellana.
Herencia y promesa del pensamiento político español
Llega la hora de concluir pero resulta imposible hacerlo sin subrayar que esta gavilla de textos encierra no solo un tesoro de sabiduría sino también una promesa secreta para unas jóvenes generaciones especialmente necesitadas de una brújula intelectualmente fiable en estos tiempos inciertos. A esta inquietud universitaria y genuinamente española parece responder también el editor de la obra y sus palabras nos sirven de pretexto para cerrar esta breve reseña.
“Esta antología de los fragmentos políticos del profesor Negro Pavón pone a disposición de sus lectores, noveles y de la primera hora, pero también de aquellos jóvenes universitarios –siquiera de vocación– que lo serían, indudablemente con gran provecho, si alguien encuentra la manera de acercarles a estas meditaciones. El editor les augura un hito en su formación política: el aprendizaje por deslumbramiento, pues tienen ante sus ojos un antídoto vigorizante frente al pensamiento flojo”.
En nuestra vieja botica de la inteligencia política nacional, junto a nuestros Saavedras Fajardos, Álamos de Barrientos y otros clásicos que poco tienen que envidiar a los Maquiavelos foráneos, no podrá faltar a partir de ahora este antídoto vigorizante. Pues aquéllos tuvieron, como médicos, que afrontar otras dolencias de la Ciudad. Pero contra la nuestra, que es hispánica, crónica y severa, ningún antídoto mejor que el de Don Dalmacio.
A navegar pues con cualquier viento, in contraria ducet, con la vela dalmaciana.