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Edith Warton y «La edad de la inocencia»

Martin Scorsese, tras haber terminado en 1993 su extraordinaria adaptación de La edad de la inocencia, dijo que era la película más violenta de cuantas había hecho; lo cual, viniendo del director ya por entonces de Malas calles o Taxi driver, sorprende. En la novela, igual que en la película, nadie dice jamás una palabra más alta que otra, y en la superficie todo es perfecto y todo sigue los cauces marcados.

La genialidad de Edith Wharton no está sólo en haber sabido retratar a la perfección las costumbres y ritos sociales de su tiempo, la manera de hablar y de vestir, la gardenia en el ojal, la hora correcta para hacer visitas, las bebidas que se servían. Eso, por supuesto. Lo más maravilloso y universal es cómo vuelve del revés a los personajes y nos los enseña por dentro de manera cristalina. Ahí está la violencia de la que habla Scorsese: en el interior de los tres protagonistas del triángulo amoroso, cada uno con su conflicto íntimo, conflicto en el que ejerce un papel esencial la tribu, término empleado repetidas veces por Wharton:

Era la forma de matar «sin derramamiento de sangre» de la vieja Nueva York: de gente que temía más el escándalo que la enfermedad, que ponía la decencia por encima del coraje, y que consideraba que nada había más grosero que las «escenas», salvo el comportamiento de quienes las provocaban.

May Welland, la dulce prometida, es como manda el entorno: todo lo que debe ser una joven de buena familia. Jamás pierde la sonrisa. ¿Es buena? ¿O es cruel y manipuladora? Sí a todas. Tiene claro lo que quiere, y, aunque sabe bien lo que está ocurriendo, no se echa atrás; incluso recurre a la mentira para conseguir su fin. Debajo de la superficie suave y perfecta, hay un conflicto entre lo que ella desea y lo que sabe que es la realidad. No tiene otro remedio que endurecer el corazón.

Ellen, la condesa Olenska, es la inocente oveja negra de la familia, prima de May, que escapa de un matrimonio desgraciado y vuelve a Nueva York buscando acogida en una tierra nueva; y vaya que si encuentra a Newland Archer, nombre parlante donde lo haya. En un momento determinado pregunta para qué descubrir todo un continente nuevo, sólo para reproducir allí las mismas normas sociales del viejo: ella imaginaba que en Nueva York todo era cuadriculado, claro, como las avenidas y calles bien numeradas. Descubre que en esa sociedad nadie dice lo que piensa. La manera de congraciarse sería volviendo con su esposo, lo cual le resulta impensable. Pero su decencia y su honor tampoco le permiten permanecer en Nueva York. El conflicto está servido.

Newland Archer es una obra maestra de Wharton, un hombre de ideas diferentes a quienes lo rodean. Cree en la libertad no sólo para el varón sino también para la mujer; incluso lamenta que su prometida no haya tenido la misma libertad que él antes del matrimonio. Perfecto caballero, descubre de pronto que, ya prometido con la muchacha ideal, se ha enamorado perdidamente de otra. En su interior se libra, pues, un conflicto de varios kilotones.

Es la violencia de los sentimientos ocultos, de querer lo que no se tiene y tener cosas que no se quieren, del amor jamás expresado plenamente. En la escena más erótica de la novela, Newland desabrocha el botón del guante de Ellen y le besa el interior de la muñeca: es la dulzura de la emoción reprimida, de una fuerza sorprendente. En una sociedad donde todo está milimétricamente previsto, el menor gesto (ese beso, o el envío anónimo de un ramo de rosas amarillas) es un cataclismo. Qué bien supo verlo la autora.

Edith Wharton escribió La edad de la inocencia en 1920, contemplando a una distancia de medio siglo el ambiente de su propia juventud con una mezcla tal vez de nostalgia e ironía. Dicen sus biógrafos que, de manera genial, reparte entre los personajes su propio caso: se prometió muy jovencita, pero tuvo el valor de romper el compromiso porque no la convencía. Luego hizo un matrimonio menos ortodoxo y se fue a vivir a Europa, a un ambiente más artístico, donde por cierto coincidió con Henry James. De ahí todo el tema subyacente de lo que pudo haber sido y no fue, de los personajes que, ante la disyuntiva, escogen un camino y no otro. De los hijos que, en el otro universo, no habrían existido. En fin, del camino no tomado, como en el poema de Robert Frost. Cien años después, en esta sociedad nuestra cuyo lema es «Lo quiero todo, y lo quiero ya», y donde la palabra «renuncia» suena rara, es un concepto que vale la pena meditar.

La tribu de La edad de la inocencia rechazaría sin contemplaciones a Undine Spragg, protagonista de Las costumbres nacionales, cuya cabeza de chorlito nos muestra Edith Wharton. En este caso no puede enseñarnos un alma en pugna, porque Undine (nombre que le ponen sus padres por una plancha para ondular el pelo) no tiene otro activo que su belleza, ni piensa en otra cosa que divertirse y lucirse y tener ropa bonita, y así va de matrimonio en matrimonio. La novela es bien divertida, con unos personajes secundarios finamente dibujados y un final realmente magistral. Da la impresión de que Wharton quiso pasar un rato de cotilleo malicioso retratando sin duda a personas con las que habría coincidido en determinados círculos neoyorquinos, tal vez para distraerse un poco en medio de su divorcio. Pero el divertimento también tiene su miga: el título alude al hecho de que, en los Estados Unidos de la Edad Dorada, a diferencia de Europa, las mujeres están excluidas de los negocios de sus maridos. De ellas sólo se espera que se ocupen de dirigir la casa, y vistan de acuerdo con su nivel social; no han de preocuparse de los temas «serios», que recaen sobre ellos para bien y para mal.

La edad de la inocencia (1993) dirigida por Martin Scorsese

Edith Wharton no se limitó a historias de Nueva York. Muy distinto en cuanto al ambiente (la Nueva Inglaterra rural) y el entorno social es la amarga tragedia Ethan Frome, que presenta el alma desnuda de un hombre atrapado entre el deber y la llamada del corazón (no sólo), otro triángulo, pero con un desenlace (no hay destripe aquí, pues la novela está escrita retrospectivamente) retorcidamente irónico, de tragedia griega. Retrata una vida durísima, tristísima, llena de frío, pobreza y calamidades sin solución, y da fe de la maestría de la autora al crear un mundo que no es en modo alguno el suyo, recurriendo al narrador accidental, ajeno a la historia.

Todo esto es una pequeña muestra. Wharton escribió cuarenta libros en cuarenta años, no sólo novelas y relatos sino obras sobre arquitectura, jardinería, interiorismo y viajes. En 1914 era rica y famosa, y vivía en París. En lugar de marcharse ante el estallido de la Gran Guerra, permaneció en Francia y se dedicó a labores humanitarias, y estuvo entre los pocos escritores y periodistas que llegaron al frente.  En 1916 se le concedió la Legión de Honor. Fue la primera mujer en ganar el Pulitzer para un libro de ficción, por La edad de la inocencia. También sería la primera en obtener un doctorado honoris causa en letras de la Universidad de Yale, y la primera en entrar en la Academia Americana de las Artes y las Letras. Por lo que dice en alguna carta, no es del todo consciente de la belleza de su prosa, a la que un Scorsese hechizado no quiso renunciar: la voz de Joanne Woodward ofrece párrafos enteros a lo largo de su película.

Ahora era la casa de los Welland, y la vida que se esperaba de él que viviera en ella, lo que se le antojaba irreal e irrelevante; y la breve escena de la playa, cuando se quedó, indeciso, a mitad de camino hacia la orilla, era tan parte de él como la sangre en sus venas.

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