En el célebre inicio ya se respira cinismo silencioso y derrota anticipada: «Sentado en su escritorio observó con desgana cómo los alumnos abandonaban la sala, sin dejar de pensar que, después de todo, era buena señal que ninguna de las chicas se hubiese quedado preñada durante el curso». Así piensa John Grant, el maestro de escuela rural que protagoniza Pánico al amanecer, un clásico de la literatura australiana contemporánea (1961) que acaba de reeditar Sajalín Editores. En la portada, cómo no, comparecen el desierto y un canguro muerto. Es buena síntesis: planicies interminables, locura adictiva y un sol asesino.
Porque esta es una novela en la que, sobre todo, se suda. Una de las mayores virtudes de la prosa de Kenneth Cook reside en su pericia para transmitir lo pegajoso de un ambiente, donde lo físico se erige en metáfora de lo moral: «Pero ya había pasado casi todo un año sin lluvia y el sol se había encargado de marchitar todo objeto viviente, a excepción de esos matorrales de secano. Hasta la propia gente se había marchitado; la piel se les había arrugado y los ojos se les habían hundido al ver cómo sus animales pasaban a convertirse en blancos huesos». Almas desecadas pululando un paisaje sin vida.
En ese entorno depresivo, de estiaje atroz, se desarrolla la historia de John Grant, un profesor que se queda atrapado en una ciudad minera en medio del «outback». En Australia emplean ese concepto para referirse a las zonas áridas del interior, semidesérticas y con apenas habitantes. Es un término unido a la herencia cultural y al folklore de aquella remota parte del mundo, que remite al sabor de la aventura y el exotismo. Sin embargo, en esta novela el «outback» queda retratado como una desolada zona de depravación, juego, alcohol y frenesí; la enésima variante del descenso a los infiernos. Porque la ciudad ficticia de Bundanyabba se va convirtiendo en una cárcel para John Grant, una prisión que va envolviendo al protagonista en un viaje a lo más oscuro del alma. La extraña paradoja de quedar atrapado en la inmensidad.
La escritura de Cook es seca, sin adornos ni florituras. Por eso, la extraordinaria pegada que tiene Pánico al amanecer proviene de dos elementos entrelazados: la precisa —incómoda— descripción de ambientes y la turbadora psicología de los personajes. Ambos confluyen en el primero de los momentos más memorables del libro, la noche en la que Grant va emborrachándose de azar y triunfo: «Había sido tan fácil ganar. Solo con tirar una moneda en un par de ocasiones y el dinero se había duplicado, y duplicado, y duplicado. ¡Dios mío!, el ansía de dinero era algo persistente, lacerante».
Ese aroma obsesivo, de una persona que va sumergiéndose lentamente en una batalla imposible contra sí mismo, permea toda la novela. Por ella van pululando matasanos siniestros, exboxeadores borrachos y camioneros tramposos. En la espiral autodestructiva que retrata el libro asistimos a encuentros sexuales que acaban en vómito, intentos de suicidio, litros de cerveza ingeridos y una inolvidable —por lunática— caza de canguros, la otra secuencia que se quedará marcada a fuego en la retina —y, sobre todo, las tripas— del lector.
Pánico al amanecer, por su dureza visual y su desconcertante paisanaje, fue una sorpresa cuando se publicó en los años sesenta. Sin embargo, el tiempo —y el empuje de una adaptación fílmica considerada de culto— la ha consolidado como un clásico que sigue ganando adeptos, hechizados por la rabia que exhala la vieja maldición medieval que sirve de pórtico a la novela: «Que sueñes con el diablo y sientas pánico al amanecer».