Guerra Mundial Z sonará por ser el título de una película protagoniza por el apolíneo Brad Pitt. El nombre proviene de la novela homónima en la que dice estar basada, aunque es decir mucho; de hecho “inspirada” aún es demasiado. Digamos que la película tiene del libro lo que las patatas con sabor jamón del jamón: lo pone en la bolsa, tú te lo crees y fin. Es cierto que ambas se encuadran en el subgénero zombi, pero ahí acaban las coincidencias. Incluso difieren en la calidad; por ejemplo, jamás reseñaría la película por voluntad propia.
Puestos a comparar, la novela de Max Brooks, más que a su versión fílmica, se parece a la pandemia del coronavirus: ambas tienen naturaleza vírica, empiezan en algún rincón de la vasta China y la ocultación de primeras por parte del gobierno resulta fatal. Se diferencian, eso sí, en que mientras el coronavirus empezó porque un chino mordió algo, en Guerra Mundial Z todo empieza porque algo muerde a un chino; sutilezas de la sintaxis.
Hasta donde sé, la novela de Brooks es el gran libro sobre los muertos vivientes, algo así como una Guerra y paz putrefacta. Si en su obra anterior, Zombi, guía de supervivencia, dejó claro las condiciones para que alguien retorne de la muerte antropófago y alelado, en Guerra Mundial Z parte de esos cimientos para levantar una colosal estructura formada por una miríada de experiencias personales; personales y orales, como corresponde a un momento de ruina de la civilización, casi una vuelta a la caverna, a la prehistoria. Por tanto, el gran angular del mundo posapocalíptico se forma con las teselas de los testimonios de quienes han sobrevivido, o no, alrededor del maltrecho globo.
Y en ese juego entre lo personal y lo global radica uno de los aciertos del libro. Nos introducimos a través de una persona y desde ahí vislumbramos la situación general y sus jugosas coyunturas políticas. Por ejemplo, la siempre intrigante Corea del Norte se ha vaciado y no hay rastro de ninguno de sus sufridos habitantes, ni vivos ni muertos ni en medio; Rusia, por su parte, ha vuelto a abrazar la fe ortodoxa y se autodenomina como el Sagrado Imperio Ruso, que los rusos, por muy descalabrado que esté todo, no pueden ser sino como ya son. Nos asomamos incluso, y es un golpe de audacia por parte de Brooks, a la Estación Espacial Internacional. Piénsenlo: contemplar el girante cadáver del mundo a través de un ojo de buey.
Supongo que aquí correspondería tranquilizar diciendo que, aunque sea un libro de zombis, no lo parece por lo bien escrito que está, pero sería injusto. Desde que George A. Romero fundara el género en la versión vigente, se ha escrito y rodado mucha casquería, empezando por el patriarca. Sin embargo, junto con todas esas películas en las que el único mérito corresponde al maquillador, ha habido algunas obras perfectamente celebrables a poco que uno tenga estómago para soportarlas.
En cualquier caso, aunque no se hubiera firmado nada artísticamente válido hasta la novela de Brooks, igual sería una premisa legítima porque el zombi es una de las creaciones más características, y por tanto más sintomáticas, de nuestra época. Estamos tan seguros que vivimos en el crepúsculo de lo conocido, que hemos abierto una grieta entre nosotros y el Fin a través de la cual vamos conociendo a las criaturas del otro lado. Por ahora, y para nuestra tranquilidad, restringidas al mundo de la ficción; pero quién sabe a qué fuerzas no estaremos tentando, o incluso inspirando, a base de imaginar.