Las novelas contemporáneas suelen demostrar una pericia narrativa que apabulla, y al mismo tiempo no hay quien las aguante. Por tanto, el problema está en el fondo, no en la forma. Emplean su derroche técnico, su trazo elocuente, su palabra adecuada para, con gusto, con oficio, circunscribir un enorme bostezo. Nunca el aburrimiento ha sido abordado con tanta habilidad. El sopor en hexámetros.
Claro que la culpa puede que no sea directamente de la novela, sino de la materia prima con que trabaja, de la imagen que está obligada a reflejar. Sea. Pero eso no quita que los médicos aconsejen leerlas con moderación y que sea recomendable levantar la cabeza para respirar entre capítulos. De otro modo uno se va amohinando con tanta sequedad introspectiva.
En Los mecanismos de la ficción, James Wood realiza una panorámica de la relación entre narrativa y privacidad, desde el opaco David del Antiguo Testamento hasta el escudriñado Raskólnikov de Crimen y castigo. Y no es que la culpa sea entonces de Dostoievski; él se limitó a abrirnos en canal, el problema es que nuestro interior, desde hace 60 o 70 años, es insulso. A nuestras entrañas les ha pasado como a los tomates, que ya no saben a nada.
Aun así, la máquina no se detiene. Y venga novelas al mundo que pasean por nuestra intrincada oquedad, por nuestra laberíntica nada. Venga segundas adolescencias de divorciados que llevan una angustiosa contabilidad de los pelos de su cabeza. Venga flácidos hijos alcanzados por la metralla del desamor de sus padres. Venga atonía. Venga psicólogos. Venga mujeres desaprovechadas, desvirtuadas, paseando su histeria y sus mallas por un mundo que van a heredar cuando ha dejado de merecer la pena. Y venga espectadores elevados a protagonistas. Venga mediocridad maltragada y venga reproches en salones de clase media, en ascensores, en el absurdo de un todoterreno, en la boca del metro, en cafeterías… no en bares, que ya no damos ni para eso, sino en cafeterías.
Y no digo que todas las vidas del pasado fueran trepidantes, pero al menos uno podía acabar de bruces en el infierno, lo que siempre añadía su poquito de pimienta. Ahora ni eso. No hay manera de acabar bien o mal porque todo es lo mismo. Nos limitamos a transitar una escala de grises a la espera del negro. Y cuando llega el negro nos damos cuenta de que, al fin y al cabo, se parece bastante al gris oscuro. Por tanto, qué más da.
Así las cosas, lo suyo sería abandonar el género novelístico; dejar que la pitopausia global siga su curso sin tanta literatura moscardeando afanada a su alrededor. Decir: cerramos el negocio; ya está bien descrito el hombre de hoy y no volveremos hasta que cambie. Pero no. Seguimos en la brecha y mientras unos escriben, otros leen buscando una salida, un golpe de luz que no llega, que ni siquiera se intuye.
Pues El sentido de un final de Julian Barnes encaja perfectamente en todo lo anterior: es una criatura más de nuestro tiempo fofo y desorientado. Y me gustó. Tiene todo lo que me aburre y, sin embargo, me fascinó. Me sorprendió incluso aunque dice lo que ya saben hasta los sobres de azúcar. Hay un gran mérito en ello y no encuentro mejor forma de recomendarla. Quizá añadir que, como es breve –otro punto a su favor–, se edita con letra grande.