Klara y el Sol, la última novela de Kazuo Ishiguro, se publicó gafada al principio de este año. A su autor le colocaron el laurel del Nobel en 2017 y esta era su primera publicación desde entonces. Y si bien lo anterior supone una pintiparada oportunidad comercial, es también augurio de descalabro. Anagrama, con el fin de aprovechar lo primero y garantizar lo segundo, le colocó la consabida faja y utilizó una letra menuda en la contracubierta para que le cupieran hasta ocho entrecomillados de elogios volcánicos. No hay historia, y menos la historia de un narrador saciado, que soporte ese peso.
Y como uno entra empachado de expectativas, le da por pensar que Los restos del día estaba mejor, y que es una buena idea para un relato corto estirada hasta las 300 y pico páginas, y que McEwan, con una premisa parecida, hizo una novela superior, incluso que Black Mirror ya explotó ese yacimiento y que obtuvomayores ganancias. Sin embargo, hemos de reconocertambién que con menos hinchazón de las circunstancias, quizá todo lo anterior se habría quedado en el tintero. Sea como fuere, dicho está, olvidémoslo en adelante.j
Klara, que abre el título y ejerce de narradora –interesante darle la voz al objeto de extrañeza–, es una AA (Amiga Artificial) diseñada para proteger y acompañar a su dueño, pues uno de los temas de fondo es la soledad humana y las formas que tenemos de conjurarla. Arranca con los pensamientos de Klara en el mostrador de una tienda hasta que finalmente es escogida por Josie, una adolescente enferma de gravedad. Los dos tercios restantes de la novela se centran en la relación entre el robot, la niña y su madre.
Como en cualquier relato de ciencia ficción, la sociedad en la que viven no es la nuestra del todo. Y aunque Ishiguro no pormenorice demasiado, vamos encontrado pinceladas de un Occidente marchito y hastiado en el que el hombre, el hombre común, está perdiendo su hegemonía, bien a favor de las máquinas en el mundo laboral más básico, bien a favor de los humanos “mejorados” en la escala superior. Desde luego, si hemos de fiarnos de los asomos del género, lo mejor no está precisamente por llegar.
Dijimos en la reseña anterior que la literatura sirve para hablar del ser humano, y lo mantenemos; de hecho, cuando irrumpen androides o cualquier otra criatura que no pertenezca a nuestra especie, en realidad son una manera de seguir hablando de nosotros mismos. La aparición de una Inteligencia Artificial plantea interrogantes sobre ella que no podemos responder sin aplicarlos en nuestro pellejo. Para saber si la Inteligencia Artificial tiene emociones, primero tenemos que definir las nuestras; si pretendemos reconocerles humanidad, tendremos que averiguar qué nos hace humanos; si se plantea la cuestión de la legitimidad de su existencia, primero hemos de resolver la sacralidad de la nuestra.
En ese sentido, Ishiguro no cae en los simplismos que tantas veces aquejan a esta literatura. Desde luego hay algo significativo en escoger a la máquina como narradora, pero se contrapesa con una cierta ambigüedad en el posicionamiento de los personajes humanos, así como en una religiosidad primitiva que el robot va descubriendo en su interior. Por otro lado, y en esta novela se ve con claridad, la creación de la Inteligencia Artificial no implica la comprensión de la misma, lo que a su vez establece una relación oscuraentre cerebro, mente y conciencia. Y se trata de un tema que está lejos de agotarse y que seguirá suscitando pensamientos y relatos en los años venideros. Y en esa línea, Klara y el Sol no es una colaboración trivial, por más que la haya escrito un nobel.