Hubo un tiempo en que los flamencos aún aclaraban la garganta con aguardiente cuando esperaban a pisar las tablas, galleaban por los tabancos si tenían camisa nueva que lucir, si el señorito les afanaba media paga se sacaban el cinto de las trabillas y le amenazaban con colgarlo de un olivo, y Tía Anica la Piriñaca aún decía eso de «cuando canto a gusto la boca me sabe a sangre».
Ese tiempo, mucho más remoto en corrección política que en años transcurridos, es al que nos devuelve Molde roto (Ed. Renacimiento, 2022), la recopilación de entrevistas que el estudioso librero Antonio España (Baeza, 1943-Córdoba, 2019) y el celebérrimo periodista Arcadi Espada (Barcelona, 1957) le hicieron a un buen puñado de flamencos inmortales en los primeros ochenta. En sus más de cuatrocientas páginas se entremezclan los testimonios de los grandes intérpretes del antiguo régimen (Antonio Mairena, Farruco, La Piriñaca), de sus continuadores (El Lebrijano, Fosforito, Terremoto, Fernanda y Bernarda de Utrera), de las estrellas del nuevo orden flamenco (Camarón, Paco de Lucía) y la valiosísima visión desde la flamencología (Fernando Quiñones) e incluso desde la crítica flamenca (Agustín Gómez). Diecinueve historias de hiel y sudor capturadas al vuelo en un momento único, el de la rotura definitiva del molde del flamenco clásico de la primera mitad de siglo, que llevó a la explosión creativa de los Camarón, Paco de Lucía, Morente o Tomatito a finales de los setenta.
Molde roto es la historia del viaje al fin del flamenco que Espada y España emprendieron desde Barcelona −a veces sin moverse de casa, porque la escena flamenca catalana aún era gozosamente frondosa− hasta las raíces gitanas del cante, el toque y el baile. Y digo gitanas por una intencionada querencia de los autores hacia el flamenco calé frente al payo, ya que fue en voz de los gitanos donde el cante alcanzó mayor grado de plenitud. Entre 1980 y 1982, los autores dieron cauce a un interés ontológico por todo lo flamenco recorriendo la Baja Andalucía en busca de los artistas, a los que entrevistaban de copas en la taberna, calentando antes de un recital o en pijama en el salón de su casa. De esas distancias cortas surgen unas sabrosísimas conversaciones acerca de la identidad andaluza y gitana del flamenco, la contraposición estética del cante gitano al payo, la irrupción de los sonidos modernos en los templos del flamenco ortodoxo o el cuestionamiento como doctrina de la flamencología −«el único oxímoron al que le basta una palabra para serlo», como la define José María Albert de Paco en uno de los soberbios perfiles que acompañan a cada entrevista.
Era conocida la afición al flamenco de Arcadi Espada (en el archivo de RTVE hay un vídeo de 1974 en el que, durante un concierto de un joven Paco de Lucía, un aún más joven e imberbe Arcadi de 17 años alecciona al entrevistador sobre el interés de los jóvenes por el flamenco), que en el sensacional prólogo a Molde roto apunta algunas de las ideas clave que sobrevolarán algunas de las entrevistas, como la absurdez de la politización del flamenco por parte de la militancia identitaria o la preeminencia aristocrática de unos pocos apellidos gitanos en la formación del cante actual frente a la idea bienqueda de que el cante nace de una masa indeterminada llamada pueblo. Arcadi encontró en Antonio España un compañero de flamenquerías de quien aprender (por edad y origen andaluz, el propio Arcadi confiesa que España le sacaba algunos cursos de ventaja en conocimiento del flamenco) y a quien brindar su audacia y sed de verdad para trazar este mapa por las distintas realidades, luces y contradicciones de los flamencos. Así, sobre la reivindicación de la persecución histórica al pueblo gitano que enarbola El Lebrijano, dice el Mono de Jerez «bueno, yo eso de perseguir… Yo eso, la verdad, la verdad, yo no lo he vivido». Y sobre la existencia de un ancestral canon musical heredado que hay que preservar, frente a Tía Anica La Piriñaca −«este cante corto que yo canto por seguiriyas y por soleás, el cante puro, no lo hace ninguno»−, Paco de Lucía −«no puro: tiene que ser flamenco. Con guitarra eléctrica o con lo que le salga […], pero flamenco». Sobrecoge la tragedia de Farruco, patriarca del baile flamenco, que con tres años perdió fusilado a su padre, con siete encarcelaron a su madre, con catorce casó, con dieciséis enviudó y con treinta y pocos perdió a su único hijo varón. Confortan, por el contrario, las historias tabernarias del Borrico y Terremoto y las peripecias de ultramar de Manuela Carrasco y de las hermanas Fernanda y Bernarda de Utrera, como enternece la timidez infantil de una estrella como Camarón.
Bien está que este volumen no haya visto la luz durante casi cuatro décadas, porque adquiere así este Molde roto algo de máquina del tiempo que nos lleva a un flamenco anterior, un flamenco dorado mucho más rico en casi todos los sentidos que el que existe hoy, con una juventud adormecida que, por lo general, asocia lo flamenco al atrezzo del último concierto de Rosalía y no a un arte con entidad propia, con su historia, su liturgia y sus apóstoles. Artistas los hay −y buenísimos− en la escena flamenca de hoy, pero a diferencia de los flamencos de Molde roto, quienes sin excepción pasaron hambre y penurias en su crecimiento, su desgarro nace del estudio y no de la necesidad. Porque, en el flamenco, al principio fue la palabra, y la palabra era «dolor». Y ya nadie quiere saber nada del dolor.