Vivimos en tiempos convulsos y en un marco que acepta como dogma incuestionable el relativismo, por paradójico que pudiera parecer. Pero, a pesar de que todo apunta a que los agoreros tienen razón, existen motivos para la esperanza. En este sentido, el debate en torno a la posverdad, más allá de los resultados a los que dé lugar, revela que solo a duras penas la cultura política puede renunciar a la verdad, poniendo a las claras, como nunca, las consecuencias que tiene arriesgarse a hacerlo.
Siendo rigurosos, la posverdad no es nada nuevo. Poniéndonos pejigueros en términos históricos, podríamos decir que es una variante conocida de la sofística. Y gracias a Platón sabemos los dramáticos corolarios que puede tener la manipulación cuando se lleva al extremo y se emplea para finiquitar el disenso. Sin embargo, la posverdad consiste en dar una vuelta de tuerca más a la manipulación y la distorsión ideológica, aprovechándose de la susceptibilidad emocional y de todos los potentes recursos que pone a nuestro alcance la tecnología.
Algunas formas de atajar la posverdad son demasiado excesivas y amenazan la libertad de expresión. Si dejamos en manos de las tecnológicas el poder de decidir quién entra y qué se puede decir en la esfera pública virtual les estamos erigiendo en nuevos soberanos. Es la ley la que debe arbitrar todo ello, pero lo importante es desterrar con urgencia la auténtica maleza de la posverdad: la indiferencia pública hacia lo que es verdadero.
Es lo que intenta en este libro Rafael Gómez Pérez, que explora, con actitud de espeleólogo, las diversas dimensiones de la verdad, reflexionando sobre su sentido filosófico. Se enfrenta a la idea de que la verdad es una copia de la realidad -lo que se llama representacionismo-, con el fin de recuperar su significado primigenio: en la verdad, explica, la inteligencia se conforma y se identifica con el objeto que conoce.
A partir de la exposición de las ideas aristotélicas y tomistas, y confrontando las mismas con las de aquellos quienes devalúan el valor de la verdad, como los posmodernos, el libro intenta ofrecer una solución al problema que explica la irrupción del relativismo y, por consiguiente, de la posverdad. Me refiero a la necesidad de conciliar la existencia de la verdad con la condición histórica, temporal y contingente del hombre. Es evidente que también, desde este punto de vista, la verdad es histórica, pero no en el sentido de que sea relativa o contextual, y mucho menos un constructo artificial, sino en la medida en que es inabarcable para la mente finita del ser humano. Este nunca alcanzará a conocer completamente la profundidad de la real. Eso no tiene por qué llevar a decir que la verdad no existe; lo que debería es conminarnos a reconocer que la realidad es inagotable.
El libro es profundo, está muy bien escrito y es muy riguroso. Puede ser un revulsivo muy eficaz para enfrentarse al desinterés contemporáneo por lo que es verdad y ofrecer al lector argumentos que le permitan defender su papel en la esfera pública, además de mostrar la necesidad que tiene el hombre de comprometerse con ella.