Durante mucho tiempo, si alguien decía «Máiquez», entendíamos que se refería a Enrique. Primero, por su popularidad como columnista de opinión, polígrafo todoterreno del conservadurismo católico, nuevo Chesterton de las redes y los digitales. Segundo, por su poesía, publicada en prestigiosas editoriales a lo largo de los años, sin prisa pero sin pausa. Y, en tercer lugar, porque su hermano Jaime se había prodigado poco publicando versos. Poco con su propio nombre, porque con heterónimos como Fernando López de Artieta llegó a ganar el Premio Alarcos, que publicó Visor. La carrera poética de Jaime ha sido errática, teniendo en cuenta que su mejor libro hasta la fecha –firmado con su nombre–, Oh, mundo, lo editó la prestigiosa pero casi inencontrable colección Cuadernos de Poesía Númenor.
Ahora aparecen en otra editorial pequeña y de nula distribución física –todo online o por encargo– sendos libros de ambos hermanos poetas. El de Enrique, Inclinación de mi estrella, incluido inmediatamente después en su poesía completa publicada por La Veleta, con el título Verbigracia. Se ve que el autor ha querido que tuviera existencia independiente, por aquello de las referencias bibliográficas, aparte de la obra completa. Y el de Jaime, titulado Libro de viejo, con idéntico formato y diseño. Ambos libros son una preciosidad de edición, a dos, tres tintas, con viñeta-retrato de los autores hechas por el propio Jaime, más alguna ilustración, y con el cuidado de materiales y tipografías propia del exquisito Abel Feu en Los Papeles del Sitio. No son baratos los libros, desde luego. Pero para el coleccionista de ediciones de poesía son dos caramelitos que hay que conseguir antes de que se agoten.
Jaime se planta con este libro en la mediana edad, en plena crianza de los niños, ¡tres varones!, con el fallecimiento relativamente reciente de su madre, con los estreses bancarios de clase media urbanita, acelerones para llegar al cole, zonas de aparcamiento, negociaciones conyugales sobre cenas, vacaciones, médicos, familia política. Un hombre ilustrado, historiador del arte, poeta, letraherido, que no encuentra en el día a día un hueco para la reflexión serena, la composición de versos, la escritura de ensayos, la lectura gustosa y a fondo. Que está siempre en la tensión entre lo que añora hacer y lo que tiene que hacer, entre la obligación inmediata y el anhelo espiritual. Que empieza a mirar su sobrepeso y alopecia con melancolía. ¿Cómo no acordarnos –siendo tan dantesco, en el mejor sentido, su hermano Enrique– de los célebres versos que abren la Comedia: «En medio del camino de la vida / me vi perdido en una selva oscura»? Es ese momento-gozne en la vida, en que las paredes empiezan a estrecharse, y uno se pregunta: «¿esto ya es lo que me queda?» El momento «viejoven», la puñetera crisis de la edad.
Este es el terreno de juego de Libro de viejo, el campo de batalla donde se clavan, como espadas, sus bien medidos versos. Lo puedo entender muy bien, y quizá por eso me ha golpeado especialmente su latido biográfico, su agónico forcejeo con las circunstancias, ya que también tengo tres hijos varones, mi padre falleció hace unos años, y me sobra mucho mes a final de sueldo. De todas formas, cuando la poesía es buena, tiene algo que decirnos a todos, y no creo que este libro dependa del todo de una identificación personal. Si se da, miel sobre hojuelas. Pienso que a jóvenes poetas universitarios, sin trabajo ni hijos, no les dirá lo mismo, pensarán que algunos momentos del libro son hiperbólicos o están literaturizados, cuando no son más que desgarros de la piel en las espinas del día a día. Quien lo probó lo sabe.
Si usted es un lector que necesita la chicha de la referencia literaria y la comparación, le diré que Libro de viejo habla con la voz urgente de Dámaso Alonso en Hijos de la ira. Que actualiza el libro de Job al lenguaje poético actual, en exquisito verso medido y eufónico. Que tiene lo mejor del Miguel d’Ors quejica, elevándolo a lirismo y ternura, con un toque de José Luis Tejada y de Luis Rosales, y de la amable ironía de Wisława Szymborska. Manuel Machado, con su hábil regate corto en la rima, sobrevuela de la mano del mexicano Joaquín Antonio Peñalosa y su franciscana bondad. Como un Javier Salvago con esperanza. El cóctel de influencias funciona y está muy rico.
Para concluir, lo importante. Es decir, las citas literales de versos del libro, que es casi lo único que importa en una reseña. Lo demás es lucimiento del reseñista.
«Perdida la coartada de ser joven,
quebrada la esperanza en sus cimientos,
hastiado de lo que la gente llama
interesante y bello,
me encontré con la Vida a secas, solo,
sin saber bien qué hacer con todo eso:
prisas, horarios, hipoteca, multas,
dioptrías y colegios… (…)»
«Desde este cuarto,
en este 4º piso, de este pueblo
capital de reinos
testarudos,
ni un cenizo sociólogo diría que los hombres
no son felices
en su incauto mundo,
en su vida trivial, innecesaria,
en su patética existencia estéril.»
«Estos años atroces de júbilo y pañales,
de insomnios y potitos,
de enhorabuena y vómitos,
este lustro patético de muerte
y de resurrección
en otros cuerpos jóvenes,
este tiempo dichoso y verdaderamente
insoportable
de Urgencias, gritos, perras…
(…)
Pero al final
te resultó imposible
e inhumano
estúpido y salvaje
cantar o sonreír mientras morías
crucificado.»
(Sobre unos zapatos viejos que le compró su madre):
«Qué inhumano
cuando han caído, sin mediar palabra,
a la fosa de plástico,
y el ruido atroz que han hecho al desplomarse
al fondo de esa nada.
Era un momento inevitable, claro,
pero qué triste es todo.
Cuántas nostalgias sobre tantas cosas
va dejando el pasado en nuestra vida.
Y no sé si llorar o dar las gracias.»
Citaría medio libro, pero con esto es suficiente para que usted se lance a comprobar si está ya agotado. Joven o viejo, seguro que lo disfruta.