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Reseñas
literarias
Javier Gato

Conversión de la estatua de sal

por:
Jesús Beades
Editorial
Isla de Sitolá
Año de Publicación
2024
Categorías
Sinopsis
Conversión de la estatua de sal de Javier Gato, desarrolla impactantes metáforas aventureras, es un excelente ejercicio de acceso a las realidades últimas, a las geografías del Espíritu. Aquí la poesía deviene viaje iniciático, incluso profecía.
Javier Gato

Conversión de la estatua de sal

Existe una estirpe de poetas raros, exuberantes, ígneos, desmelenados, y Javier Gato (en privado Javier Manzano Franco) pertenece a ella. Suele encontrarse este tipo entre los autores hispanoamericanos más que en nuestra seca meseta y alrededores. El estilo de Gato tiene algo de cubanía santera pero también de la adjetivación carnal de un Pablo Neruda por las alturas de Machu Picchu. Contiene la fuerza críptica de un Vallejo pero sigue siendo español hasta la médula. ¿Por qué? Porque su poesía sangra por todas las venas de la hispanidad, como un Cristo barroco, convirtiendo el material de derribo de los surrealistas en cántico patrio y en visión alucinada. Como un William Blake andaluz, Gato va por los tejados a su aire, ajeno a la batalla entre «alejandrinos» y versolibristas, los del sonsonete y los cacofónicos. Este libro es, desde luego, de lo más llamativo que se ha publicado en el último año, y creo que no ha sido más reseñado porque su poética es incómoda para el crítico, para el lector habitual de poesía (los doscientos que hay en España). Lo es porque su obra desconoce el pudor de la contención borgiana, la enlutada ceniza machadiana y la espejeante simetría garcilasista. Corrijo: no las desconoce, las incorpora y las revienta en pos de su voz personal. Y en el camino desconcierta a muchos lectores, que pueden sentir que les están tomando el pelo. Es poesía para iniciados, y no hay ningún ejercicio que se pueda hacer para iniciarse. Sólo limpiar la mente y avanzar por la jungla. Hasta que veamos.

Verso libre y lo que surja

El versolibrismo que hoy día encontramos en las librerías es, en su mayor parte, basura. Gente sin oído alguno que corta renglones de muy diferente extensión (¿no sería más disimulado si fueran de longitud parecida?) y a eso lo llama versos. Normalmente suenan como si te dieran una patada en la oreja. No tiene mucho misterio, simplemente es el resultado de una falta de formación técnica, y por tanto de oído y musicalidad. O se creen que han dicho algo profundo, en páginas que contienen cuatro o cinco líneas, como un oráculo, una revelación, un versículo de una biblia privada. La sensación de tomadura de pelo (sobre todo si la edición es cara, y más aún si es un premio pagado con dinero público) es muy irritante. Por otro lado están los versolibristas desaforados, de versículo largo y dos páginas de poema. En estos casos, a veces hay pasajes con algo de gracia, pero en general el prosaísmo ahoga la lírica. Lo demasiado narrativo, o lo demasiado críptico, impide que encontremos una pista que nos lleve al tesoro, es decir, a la emoción inteligente. Ninguno de estos casos es el de Javier Gato. Sí es cierto que, a ratos, puede ser que nos perdamos en la catarata de imágenes, o nos sintamos derrotados en el intento de atribuir un significado a cada significante. Pero de esto hablaremos más adelante. Ahora quiero enfatizar un hecho: este autor no es un medidor de sílabas ni un minucioso colocador de acentos. Normalmente, eso lo descalificaría de entrada, por los motivos que acabamos de enumerar. Pero –y aquí lo singular– algo sucede y la música aparece como por arte de magia. Como si del cubano José Pérez Olivares se tratara, o del español Rafael Adolfo Téllez, Gato crea su propia música. Creo que, más que por una medida particular, o un ritmo buscado, es por una intuición largamente cultivada, esa que lleva a encontrar sonoridades en las palabras y arrimar unas a otras con tino. En este aspecto, recuerda mucho a Neruda, ese genio de la naturaleza. Pero su imaginería, entre castiza y fantasiosa, nos lo acerca más a Lorca. También en que, sea el verso más o menos regular en su métrica, siempre es primo hermano del endecasílabo, del alejandrino, de lo que suena bien. Pero a su aire. Tuve la ocasión de comentar este aspecto con el propio autor, que me dijo que él no se había puesto nunca a estudiar métrica, pero que de leer mucho y recitar en público, se le fue pegando un ritmo y una cadencia. Porque Javier Manzano se crió en los pechos del espectáculo «poético» en bares, los open-mic y los performanceros (a mí todo eso me da erisipela). Para el proto-Gato la poesía es algo oral, ante la gente, bajo un foco. Y este punto de partida ha marcado su obra, llena de altisonancia, solemnidad, cierta chulería léxica y un ritmo trepidante. Cuando Manzano se convierte en Gato, brota este torrente que trae su música consigo.

¿De qué narices hablan los poemas?

Pues mire usted: de muchas cosas, todas insólitas en el panorama lírico español. Del resurgir del Imperio Hispánico, de la reconquista de Cataluña, de la propia conversión religiosa del autor (nervio central del libro), de San Antonio, de la Virgen del Rocío… Pero, en cierto sentido, los temas son lo de menos. Sucede que nos llama la atención su forma, a veces casi hermética (el casi es fundamental) de abordar ciertos motivos que serían desastrosamente rancios en otras manos. Algunos han calificado su poesía como «neobarroca», al modo del gran Pablo García Baena. El influjo del surrealismo es innegable, pero sin caer del todo en el pozo negro del solipsismo; el surrealismo funciona bien, aquí y siempre, no como ingrediente principal del plato sino como salsa o especia, como acicate para que las imágenes despeguen del suelo. Por ejemplo: tardé unos minutos en caer en la cuenta de que dos poemas suyos que acaba de leer, «Madrugada» y «Paloma», trataban sobre la madrugá de la Semana Santa sevillana y sobre la romería del Rocío, respectivamente. Los releí entonces y me gustaron más aún. De hecho, me aventuraría a decir que sólo mediante esta poética he podido leer sobre estos asuntos sin que me sonaran a manido, casposo, anacrónico en un libro de poesía actual.

Influencias – Confluencias

Aparte de los ya mencionados, lo más cercano a esta poética que recuerdo es el formidable libro de poemas en prosa titulado Cuaresma, de José María Jurado, verdadera poesía metafísica. O las Futurologías y los Poemas dogmáticos del chileno José Miguel Ibáñez-Langlois, si bien este autor es formalmente clásico. El propio autor enumera así su cóctel de influencias: «Escribí este libro bajo la influencia de los surrealistas hispánicos (Hinojosa, Aleixandre, Alberti, Lorca, Prados, Neruda, Paz, Cirlot, Andreu), de los creacionistas (Huidobro, Larrea, Diego), en menor medida de Girondo y de José Luis Rey, que de los poetas actuales es al que más leí para inspirarme. Desde que en 2.º de Filología conocí a Góngora le declaré la guerra al realismo (…)».  Es interesante que mencione a Cirlot, cuya poética se fundamenta principalmente en el sonido, sobre todo después de su etapa surrealista, en la época del Ciclo Bronwyn. El significante tiene un peso mayor que el significado, o, mejor dicho, construye su propio significado, no literal, sino musical.

Termino con un botón de muestra. Estos versos pertenecen al poema gatuno titulado «Paloma»:

Llevad a la Paloma

a la nacida del bosque

hasta la piedra acribillada bajo el sol

Por el caballo

por el toro

por el ciervo

que el novio la cubra con su lengua de fuego

que su lanza dibuje liebres en su pecho

que su dardo la derrame sobre los campos

El río de sudor amarra con cantos

nitrógeno y aluminio

Un enjambre de flautas

se calcina bajo los eucaliptos