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Los libros que inspiraron a Hitchcock

No es casualidad que muchos grandes cineastas clásicos —de John Ford a Frank Capra— tomaran novelas mediocres para construir algunas de sus piezas fílmicas más memorables. Emplean la columna vertebral de un argumento para transformarla en una experiencia sensorial y emotiva que trasciende la almendra narrativa. Es el milagro del séptimo arte, ese cóctel artístico de puesta en escena, ritmo cinemático y dirección de actores. La palabra impresa elevada a arte mediante la imaginería audiovisual. De hecho, solo los muy cafeteros saben, por ejemplo, que monumentos como La diligencia o ¡Qué bello es vivir! tienen su origen en una ficción literaria. Por descontado, también hay grandes novelas que han servido para vertebrar películas inolvidables, desde el Doctor Zhivago de Pasternak, trasladado con majestuosidad invernal al cine por David Lean, hasta el obsesivo y desértico No es país para viejos de los Coen.

En esta melange de letras e imágenes hay una referencia ineludible: Alfred Hitchcock. El prolífico maestro británico es uno de los cineastas que ha estampado un estilo más personal y reconocible a su obra. Por eso resulta relevante detenerse en su inspiración literaria, porque decenas de sus películas provienen de relatos cortos y novelas. Y en sus adaptaciones, como en botica, hay de todo. La claustrofóbica obsesión del «Jeff» Jefferies de La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) nace de la pluma de Cornell Woolrich, un clásico de la novela negra de los años cuarenta, y el juego de identidades y espionaje de Topaz (1969) proviene de un bestseller de Leon Uris.

Inspirarse para inspirar

El ramillete de adaptaciones de Hitchcock siempre pasa por el memorable arranque de Rebeca (1940), la novela de Daphne Du Maurier: «Anoche soñé que volvía a Manderley». El director británico llevó al celuloide esta historia de pérfidas amas de llaves, mansiones lujosas, incendios y tiempos perdidos. Rebeca fue su primera producción estadounidense y le valió su único Oscar a mejor película. Du Maurier fue, además, su novelista más querida: con la adaptación de Posada Jamaica (1939) se adentró con Charles Laughton y Maureen O’Hara en el género de aventuras, mientras que con Los pájaros (1963) ubicó a la inolvidable Tippi Hedren en el centro de una trama de simbolismo y terror natural.

Como es sabido, el horror y la intriga fueron los géneros que definieron al mago del suspense. Una obra tan emblemática como Psicosis (1960) proviene de una novelita de Robert Bloch. Ahí ya se atisba la insania del motel regentado por Norman Bates… y su madre: «El verdadero horror no está en las sombras, sino en ese pequeño mundo retorcido dentro de nuestras propias cabezas». Hitch dedicó sus 100 minutos de metraje en blanco y negro básicamente a ilustrar esa cita; bueno, también a convertir la soledad de la ducha en una experiencia angustiante.

Esas mentes retorcidas que tanto gustaba explorar al orondo director británico nacían habitualmente en la página escrita. Él, parafraseando al Bogart de El halcón maltés, las modelaba con el material con que se forjan los sueños. Las pesadillas, más bien. Así, la genealogía literaria de Extraños en un tren (1951) resulta admirable. La perturbadora novela de una joven Patricia Highsmith narraba la historia de dos tipos que se proponen intercambiar asesinatos. El mítico Raymond Chandler escribió el guión para el cine y Hitchcock depuró las imágenes para constituir un thriller psicológico tan siniestro como adrenalínico.

Vértigo: su obra magna

Pero si hablamos de pesadillas y sueños, la referencia más abrumadora siempre será Vértigo (1958), una de sus más indiscutibles obras maestras. Aquí también aparece el rastro novelístico: D’entre les morts, escrita a cuatro manos por los franceses Boileau-Narcejac. Esta esplendorosa revisitación fílmica del mito de Orfeo cambia el París literario por un San Francisco cinemático e inolvidable. Culpa, melancolía, crimen y obsesión orquestadas mediante una puesta en escena lírica, repleta de detalles subyugantes.

Vertigo, la mejor película de la historia del cine según el British Film Institute, proviene de una novela. No es casualidad, como decíamos al inicio. Porque, como explicaba el propio Hitchcock, para él la palabra escrita no es más que la antesala del cine, su cine: «No puedo leer ficción sin visualizar cada escena. El resultado es que se convierte en una serie de imágenes en lugar de un libro». Imágenes tan vigorosas como la de Judy convirtiéndose en Madeleine, con las tonalidades verdes y la arrebatadora melodía de Bernard Herrmann. Esa perfección que va del libro a la pantalla.

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