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Albert Camus: ¿Sólo la bomba es revolucionaria? II

El justo y el siervo: dos disposiciones del espíritu

Esto nos lleva al núcleo de mi personal interpretación de la obra: la contraposición entre el justo revolucionario y el siervo de Yahveh. El terrorista o “justo” (sea este un anarquista ruso, un nacionalista irlandés, un miembro de ETA o un yihadista, da lo mismo) trata de imponer su justicia mediante la violencia. Emergen de la pluma del francés las dos visiones encontradas acerca de lo justo y lo injusto. El inquebrantable Stepan dirá: “No tengo estómago suficiente para bobadas. Cuando decidamos olvidar a los niños, ese día seremos los amos del mundo y la revolución triunfará”. Kaliayev parece -entonces- caerse del caballo: “He aceptado matar para acabar con el despotismo. Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez logra instalarse, hará de mí un asesino, cuando yo trato de ser un justiciero”. El pretendido justiciero toma consciencia de ser -a fin de cuentas- un asesino. Pero, por el contrario, y emperrado en su postura, Stepan llegará a la conclusión nihilista: “Hay demasiado que hacer; hay que destruir este mundo de arriba abajo…”. Nihilismo contra el que arremetería Fiódor Dostoyevski en Los demonios (1872) obra cuya impronta en Camus es notoria.

Es decir, el terrorista acepta una cadena de abnegaciones. ¿En qué sentido? Para justificar algo injustificable entra en una vorágine deshumanizadora. En primer lugar, deshumaniza a la persona sobre la que debe caer el peso de su justicia. En cuyo término deviene mero “objetivo” de una misión: “No es a él al que mato. Yo mato el despotismo” -en palabras de Kaliavey-. Pero, sobre todo, experimenta un proceso de deshumanización personal propia. La idea, la justicia (en abstracto), la belleza, Rusia, la Organización, el Partido, el veredicto son modos de externalizar una decisión individual, de anular al sujeto consciente en aras de un “bien superior”. Bajo la falsa apariencia de trascendencia se esconde la inmanencia vulgar del nihilismo revolucionario. El texto está plagado de pasajes en los que el justo no es más que un autómata que actúa por fuera de cualquier juicio moral. Parece una suerte de mecanismo psicológico bajo el cual uno expurga toda su culpa, banalizando el mal. Pongamos algunos ejemplos.

El poeta Kaliayev, en los compases iniciales de la obra (cuando aún no se ha tenido que enfrentar al rostro de los niñitos inocentes) invoca a la idea: “Morir por la idea es la única forma de estar a la altura de la idea. Ésa es la justificación”. De tal modo que él ve en el cadalso la culminación de la idea revolucionaria, el banquete de la pureza. En cuanto a la justicia Dora dirá: “Hemos cargado sobre nosotros la desdicha del mundo”. Algo que desde luego invierte el sentido en que el hijo de Dios cargó con la desdicha de todos los hombres. Con respecto a la belleza, Kaliayev en un ejercicio de cínico esteticismo dirá: “Rusia será hermosa”. Asimismo, Rusia es la justificación por antonomasia. Annenkov, por ejemplo, se referirá a ella en varias ocasiones: “Rusia vivirá, nuestros nietos vivirán” o “Rusia tiene prisa” como si se tratara de un ser animado… Por la Organización Stepan renunció a su vida: “Lo dejé todo por la Organización”, Dora increpará a Kaliayev: “¿me querrías si no estuviese en la Organización?”. Sobre el partido y el veredicto, Skuratov, el inspector de policía que apresó al poeta es cristalino: “Simplemente quería decir que, si usted se obstina en hablar del veredicto, en decir que ha sido el partido y sólo él el que ha juzgado y ejecutado, que el gran duque ha sido muerto no por una bomba, sino por una idea, entonces no necesita usted ninguna gracia”. A este respecto merece la pena leer el opúsculo que la filósofa existencialista cristiana Simone Weil dedica a los partidos políticos, cuyo título es en sí toda una declaración de intenciones. Nos referimos a su Nota sobre la supresión general de los partidos políticos (1940) en donde la francesa afirmará con contundencia: “Los partidos matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia”.

El amor-monólogo vs. el amor-diálogo

Pero ¿qué diferencia sustantiva hay entre esa cadena de abnegaciones y la actitud cristiana? ¿acaso no es una abnegación el dejarse clavar en la cruz sabiéndose inocente? El cristiano ha sido llamado a abnegarse observará el lector más atento y, en efecto, tendrá razón…

La diferencia es que Cristo se niega a sí mismo para darle una nueva oportunidad al mundo. ¿Y no es eso mismo lo que creen hacer los terroristas al imponer al resto su justicia? Dora dará en la tecla. El revolucionario quiere, ama, se entrega y se niega por el pueblo a pesar del pueblo, ergo no lo ama. En sus propias palabras: “Le amamos [al pueblo] con un vasto amor sin apoyo, con un amor desdichado. Vivimos lejos de él, encerrados en nuestros cuartos, perdidos en nuestros pensamientos. Y el pueblo, ¿nos ama el pueblo? ¿Sabe que le amamos? El pueblo calla (…) me pregunto si el amor no es otra cosa, si puede dejar de ser un monólogo (…) ¿Amas tú a nuestro pueblo con esa entrega y esa dulzura, o, por el contrario, lo amas con la llama de la venganza y de la rebeldía?”. Stepan extrae de ello la consecuencia última de un amor estéril, un amor lleno de odio, un amor-monólogo: “Qué importa si nosotros la amamos [a la revolución] con la fuerza suficiente para imponerla a la humanidad entera y salvarla de sí misma y de su esclavitud”. Ahí radica la diferencia. Cristo ama a su pueblo con entrega y dulzura, y su pueblo incluye a los malhechores, a los injustos. Y a los malhechores y a los injustos ha venido Cristo a reconciliarlos con su creador. El justo ama al pueblo con la llama de la venganza y la rebeldía. Por el contrario, Dios establece un amor-diálogo desde el día de la creación pues “En el principio ya existía la Palabra (logos); y la Palabra estaba junto a Dios y era Dios” (Jn 1, 1-2).

Ahora bien, desde que Tomás de Kempis nos invitara a la Imitación de Cristo (1418-1427) el cristiano aceptó consumirse. ¿En qué sentido? Hoy en día vivimos en una sociedad de consumo enferma cuyo mantra es el de consumir experiencias para llenar un vacío existencial que se hace más y más profundo tras cada consumición… ¿Acaso es eso lo que se espera del cristiano? Consumimos los recursos y el medio en el que vivimos, el mundo que nos rodea; consumimos al resto de seres (desde la industria textil a la industria cárnica); consumimos cosas (mercancías), pero cada vez con mayor desenfreno consumimos personas para aliviar -de forma insatisfactoria- un deseo exponencialmente creciente. Este fenómeno consumista que estimula de nuevo un deseo desaforado nos arrincona contra la fría y dura pared de la soledad. Nos aleja a marchas forzadas del ‘otro’ a medida que el ‘otro’ se convierte en un objeto más de un placer esquizofrénico. En esta relación viciada no cabe una experiencia genuina de amor oblativo, de amor como donación. Y no cabe porque el ritmo frenético que impone el consumo nos lleva a la superficialidad. ¡Ojo! La orgía consumista empapa tanto a creyentes como no creyentes y esto es algo que han señalado autores tan dispares como el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini o el teólogo metodista Daniel Bell. Tinder o Glovo son tan sólo formas sublimadas de un fenómeno mayor…

La vocación del cristiano es precisamente el negativo perfecto de la vocación revolucionaria y también de este zeitgeist consumista. Ser sal, luz y fermento. Sal para sazonar, luz para alumbrar y fermento para fermentar. El cristiano está llamado a consumirse por y para el ‘otro’, mientras que el justo está dispuesto a consumir al otro a su pesar. El cristiano está llamado a morir de forma injusta por el prójimo, mientras que el justo está dispuesto a llevar la muerte injustamente a cuantos prójimos sea necesario. Porque mientras uno ve el mundo desde las alturas del creador, el otro lo ve desde la inmundicia de la voluntad. Porque para uno el principio es el don del servicio, mientras que para el otro el principio es la insubordinación. Porque mientras uno acepta el veredicto del Sanedrín a sabiendas de que la resolución está condenando al justo por excelencia, el justo, henchido de orgullo exclama: “Mi persona está por encima de usted y de sus amos. Puede usted matarme, no juzgarme”. Y los amos para el libertario revolucionario (sea este de izquierdas o de derechas) son todos aquellos institutos que limitan su voluntad. Recuerden cómo reza el lema anarquista: “Ni Dios [Religión/Moral], ni rey [Tradición], ni patria [Vínculos], ni amo [Sujeción al ‘otro’]”.

Epílogo: del existencialismo como antídoto contra la deshumanización

Déjenme, antes de concluir, recalcar que la lectura de “Los justos” es mucho más profunda que esta columna que a la fuerza no puede ser más que una nota a pie de página. Que la reflexión filosófica de fondo es la de humanizar al que deshumanizó al resto y por el camino se deshumanizó a sí mismo. Que no sirve de nada pensar que uno es mejor que el que empuña un cuchillo, atropella a gente inocente en Barcelona o lanza bombas, pues en nuestro día a día causamos daños igualmente irreparables sin darnos cuenta. Que también ellos sin darse cuenta atentan contra la vida de inocentes, airados frente a la intemperie de un mundo a todas luces injusto. Que queriendo hacer el bien imponen el mal. Y, sobre todo, que esas personas deben estar sufriendo profundamente para acabar con la vida de otros y, en ocasiones, con la suya propia. Que el hecho de que la vida humana se devalúe al ritmo en que lo hace es mucho más preocupante y acuciante que lo haga el mercado de valores. Y que la aparente abnegación en pos de un bien superior dista mucho de una abnegación -sin condiciones- para cargar con las culpas (como el cordero sacrificial). La cadena de abnegaciones del revolucionario más bien parece ser un mecanismo de delegación sobre otros agentes la responsabilidad intransferible de un acto brutalmente injusto.

Porque Camus, a diferencia de Jean-Paul Sartre quien, pocos años atrás, en Muertos sin sepultura (1946) justificara el asesinato como mal menor, se opuso radicalmente al terrorismo como medio para la consecución de cualquier fin político. Y me gustaría cerrar este artículo con una anécdota personal…

Cuando en noviembre de 2015 se perpetró el conjunto de atentados yihadistas en el Barrio de Saint-Denis, París (cuyo caso más sonado fue el de la Sala Bataclan) yo me encontraba -como invitado- en el Seminario Redemptoris Mater de Denver, Colorado. Esa misma noche y aún aturdido y conmocionado por la noticia, el rector del seminario pidió que tras la cena nos reuniéramos todos para rezar por cada uno de los terroristas. No se me ocurre imagen más bella y real para describir la diferencia abismal entre la justicia revolucionaria del justo camusiano y la del siervo de Yahveh (al que hemos sido llamados a imitar).

Tras haber leído este texto, alguno se preguntará -no sin razones- por qué he decidido comparar al justo que retrata Camus con Jesucristo… Pues bien, la intención es revelar que, en los autores existencialistas, ateos o no, subyace un genuino interés por lo humano y que, al estar incardinados en una tradición filosófica cristiana-occidental, se ven obligados a dialogar con dicha tradición y sus particulares preocupaciones, constantemente. Yo tan sólo he querido hacer emerger ese diálogo poniendo en valor siglos y siglos de pensamiento filosófico, escrutando las intenciones y juicios morales de los personajes principales de la obra de Camus.

Casualmente, sería un filósofo también existencialista (de origen ruso) quien nos dió la clave exegética del fenómeno revolucionario de la época: “La religión furtiva, la religión invertida, la pseudoreligión, también es un fenómeno de orden religioso, con su absoluto, su complejidad, su sistema de valores y su falsa y quimérica plenitud (…) es una condición del espíritu y un fenómeno del espíritu, una forma acabada de ver y sentir el mundo”. Este fragmento de Nicólai Berdiaev, en Los fundamentos religiosos del bolchevismo (1917) nos ayuda a aplicar un contraste a la propuesta de Camus para revelar la fotografía al completo. Ustedes eligen a qué disposición del espíritu aspiran…

 

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