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Reseñas
literarias
Joseph Roth

La leyenda del santo bebedor

por:
Carlos Marín-Blázquez
Editorial
Anagrama
Año de Publicación
2019
Categorías
Sinopsis
Publicada por primera vez en 1939, pocos meses después de la muerte de Roth, exiliado en París, y puede ser considerada, por muchos motivos, su testamento, la parábola transparente y misteriosa que encierra la cifra de su autor, hoy redescubierto como uno de los más extraordinarios narradores del siglo.
Joseph Roth

La leyenda del santo bebedor

La desintegración del imperio austrohúngaro, tras el final de la Primera Guerra Mundial, marcó el epílogo de una época con el mismo énfasis decisivo que, también en el siglo XX, lo hicieron la utilización del arma atómica en Hiroshima o la caída del Muro de Berlín. Es difícil imaginar ahora la conmoción que debió de suponer para una gran parte de los habitantes de ese inmenso territorio la desaparición del espacio político y cultural en el que habían nacido sus antepasados y donde, pese a las tensiones inevitables, había sido posible la convivencia entre diferentes pueblos dentro de unos márgenes razonables de concordia. Por fortuna, disponemos del testimonio de unos cuantos escritores para comprender el clima moral que se extendió por Europa tras el desmantelamiento del antiguo imperio decretado en el Tratado de Versalles, en buena medida origen del conflicto que, ya a escala planetaria, unas décadas más tarde arrasaría medio mundo.

Entre los escritores que más hondamente acusaron este hecho se halla sin duda Joseph Roth. Nacido en la región de Galitzia en 1894, la extinción del imperio, más allá de convertirse en el eje argumental de algunas de sus más memorables novelas, lo sumió en un sentimiento de pérdida y en una crisis de identidad personal que habrían de acompañarle hasta el final de sus días. Esta experiencia de desarraigo se vio agravada cuando en 1933, tras la llegada de los nazis al poder, Roth, de origen judío -aunque convertido más tarde al catolicismo por razón de su fidelidad a la ya extinta monarquía austrohúngara-, decide marcharse de Berlín. Refugiado en Austria, muy pronto se da cuenta de que más pronto que tarde el país caerá bajo dominio alemán y emprende entonces un peregrinaje por distintas ciudades europeas en las que, pasando de un hotel a otro, poseído por lo que cabe suponer sería un acuciante y desolador sentido de la provisionalidad, trabaja como corresponsal para varios periódicos europeos.

En sus grandes novelas, Joseph Roth acertó a insuflar  ese halo de melancólica penumbra que caracteriza  a quienes se saben un tanto fuera de su época, una cualidad que, además de impregnar su vida, dotó a su obra de un sello característico. La marcha Radetzky, por ejemplo, es un monumento a la decadencia de un tiempo sobre el que le resulta imposible dejar de extender un finísimo barniz de nostalgia. Los fragmentos dedicados a profundizar en la visión de un mundo a punto de desvanecerse transpiran un aire de convalecencia y desengaño. “El emperador era viejo –escribe al comienzo de uno de los capítulos, al evocar la figura de Francisco José-. Era el emperador más viejo del mundo. A su alrededor rondaba la muerte, trazando círculos y círculos, segando y segando. El campo ya estaba vacío y solamente quedaba el emperador, como una última espiga de plata olvidada (…). Sus ojos irradiaban una artificial benevolencia, con la característica auténtica de los ojos imperiales: parecían ver a todos los que miraban al emperador y saludar a todos los que le saludaban. Pero, en realidad, las imágenes pasaban sin que él las viera, y sus ojos observaban únicamente aquella suave y delicada línea que marca el límite entre la vida y la muerte, junto al horizonte; esa línea que ven siempre los ancianos, aun cuando la oculten casas, bosques o montañas”.

La línea a la que alude el párrafo precedente es la misma que se insinúa a cada instante en ese relato prodigioso que es La leyenda del santo bebedor. Un indigente, un hombre que vive bajo los puentes del Sena, recibe de un enigmático caballero doscientos francos con la condición de que en cuanto pueda los restituya al sacerdote que oficia en la iglesia parisina de Sainte Marie des Batignolles, donde se rinde culto a Santa Teresa de Lisieux. Andreas, el protagonista del relato, se compromete a hacerlo, pero, por un motivo o por otro, siempre acaba traicionando su propósito. Los doscientos francos iniciales se esfuman, pero muy pronto son reemplazados por otros doscientos, e incluso más, en el transcurso de una cadena de acontecimientos a los que el protagonista acaba acostumbrándose con la mayor naturalidad, hasta el punto de interiorizarlos en los siguientes términos: “Pero hoy me están sucediendo tantos milagros uno detrás del otro –se dijo para sus adentros-, que la semana próxima seguro que juntaré el dinero debido y lo devolveré”.

Y de ese modo, una vez a causa del disfrute de una comida copiosa, otra por el encuentro con algún compañero de farra, o con una mujer bonita, o con su antigua amante, el protagonista va posponiendo el momento de hacer frente a su deuda. El relato se covierte así en una fábula moral acerca de los gratuidad de los dones que se nos han concedido y de nuestra responsabilidad hacia ellos. Joseph Roth escribió La leyenda del santo bebedor casi al final de su vida. Para entonces, era una persona devastada por el abuso del alcohol, lo que finalmente le provocaría la muerte. Cabe entonces suponer que este pequeño relato constituye en realidad un testamento espiritual acerca de sus propios compromisos con la vida y del uso que cada cual hacemos del libre albedrío. Pero ante todo es una pieza traspasada por un anhelo de redención en el que, pese a los repetidos fracasos del protagonista y del aura casi fatalista que parece envolver cada una de sus iniciativas, no percibimos un solo resquicio abierto a la amargura. El vuelo de lo sobrenatural se entrelaza constantemente con los apremios del mundo y sus tentaciones. La debilidad de ánimo, la desesperante falta de voluntad de Andreas son de la misma raigambre desabrida y pertinaz que las mil flaquezas que en tantas circunstancias a lo largo de la vida sentimos que nos aquejan a nosotros. ¿Cómo no comprenderle, entonces? ¿Cómo no derramar sobre el pobre Andreas nuestra compasión y nuestra indulgencia?

Temática:
Fábula moral sobre el deber de corresponder a aquello que se hos ha otorgado.
Te gustará si te gustó:
El mundo de ayer, de Stefan Zweig.
La terraza de un café:
La terraza de un café, en una plaza no muy concurrida.
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Una copa de Pernod.
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