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Reseñas
literarias
Ricardo Piñero Moral

El arte de mirar: la transcendencia de la belleza

por:
Víctor Javier Lana Arceiz
Editorial
Palabra
Año de Publicación
2022
Categorías
Sinopsis
Para vivir la vida de la mejor manera posible hay que empezar por tener claras algunas cosas, o al menos planteárselas. Qué somos, o mejor, quiénes somos; en qué creemos; qué nos gusta; tener conciencia de que las cosas, a veces, no salen como queremos; convivir con el riesgo y no renunciar a los grandes desafíos que aparecen, cada día, en nuestras pequeñas vidas. De eso van estas páginas: de saber quién es el ser humano, de aprender a mirar desde otra perspectiva a través de la belleza de obras de arte que nos han acompañado desde hace tanto tiempo, y de soñar con que la vida, la de cada uno de nosotros, será para siempre algo hermoso que vivir.
Ricardo Piñero Moral

El arte de mirar: la transcendencia de la belleza

La Real Academia Española define la voz ordinario en su primera acepción como aquello «común, regular y que sucede todos los días». Por su parte, el término cotidiano se define por el adjetivo «diario», esto es, lo «correspondiente a todos los días».

Cuando pensamos en aquello que nuestra vida tiene de ordinario y cotidiano nuestra cabeza se ocupa con los deberes profesionales que a todos hostigan —la oficina, el taller o el despacho—; con nuestra familia y amigos; y con aquella parte de nuestro tiempo diario a la que coronamos bajo el nombre de ocio —el deporte, ir al cine, un café o una cerveza—. Lo cotidiano, lo de todos los días. También los muchos eslabones que ensamblan estas acciones, haciendo de puente entre ellas: cocinar, el tiempo en el metro o el coche, tal vez pasear, el cole de los niños, hacer la compra o lavar los platos.

Lo ordinario abarca en verdad aquellas pequeñas realidades que, concatenándose hasta tejer aquello que denominamos rutina, construyen cada uno de nuestros días. Días cuyas pequeñas realidades parecen decolorarse en su transcurso, haciendo las veces de hormigón gris para cimentar esa rutina, nuestra rutina. Y es que lo ordinario también se define como lo bajo y vulgar, lo que carece de distinción o grado. Lo cotidiano parece rebajarse a aquello que hacemos de forma más o menos automática, donde se ausentan el sentido y la entidad.

Pero hay quien se rebela frente a la iniquidad del gris. Hay quien se alza en armas contra la impiedad de una rutina sin color, deletérea, que identifica lo ordinario con lo vulgar.

En El arte de Mirar: la trascendencia de la belleza (Palabra, 2022), el profesor Ricardo Piñero hace un llamamiento a «vivir a lo grande las cosas pequeñas». La paradoja no tiene solución fácil pero Piñero hace la siguiente propuesta: buscar cuanto hay de bello en lo ordinario.

Las cosas pequeñas a las que apunta son esos mismos azulejos —descoloridos en apariencia— que componen el mural de nuestra vida más corriente. La vidriosa pequeñez de todo aquello se disipa al descubrir la belleza que la cotidianidad atesora —que no encierra—.

Piñero se vale de la obra del pintor barroco Johannes Vermeer van Delft, ofreciendo al lector la quietud de sus obras, que marca el compás de la vida ordinaria que retratan. Escenas cotidianas de gente corriente, en las que los protagonistas son el trabajo, el cansancio, la familia o el ocio. Escenas cotidianas en las que resulta fácil y tentador pensar que no pasa nada. Y esa es precisamente la primera clave: para Vermeer —y Piñero—, «en ese no pasar nada es donde todo pasa».

La «bendita normalidad» se revela como un misterio que encierra multitud de detalles custodiando la belleza de lo ordinario. Belleza que, a su vez, es una suerte de antídoto contra el tedio y la monotonía. Un remedio para una sociedad —diría Montiel— que vive enlunesada.

Piñero, no obstante, parece ir más allá: la belleza no es únicamente un misterio casi sagrado que el sujeto está llamado a descubrir en las cosas más corrientes, la condición definitoria de una realidad que, de otro modo, es solamente extensión sin profundidad. No, el sujeto al que apela Piñero tiene en realidad vocación de agente: vivir no es sólo contemplar, sino participar en el acto creador de lo bello. Así la belleza pasa a ser a la vez acto y consecuencia, «una acción y un efecto de los sujetos que ponen su inteligencia, su voluntad y sus cinco sentidos en hacer de la existencia algo amable para todos».

El sujeto pasivo es aquí tan importante como la acción misma: para todos. Goytisolo recordaba a su hija Julia que su destino —el de Vermeer, el tuyo y el mío— «está en los demás». Y es en los demás, en todos, donde también parece encontrarse una de estas claves salvíficas. La belleza se descubre, sí, pero también se hace, y se crea para los demás.

La pregunta surge de manera inmediata: ¿cómo se hace la belleza y bajo qué forma o estado esta se entrega a los demás? Y lo que resulta todavía más complejo: ¿cómo se gesta tal hazaña desde lo ordinario y cotidiano de nuestra vida?

Piñero sugiere que, en realidad, «no hace falta salir de una humilde cocina, no se requiere un estrado en la plaza pública, sino que basta con hacer amorosamente aquello que hemos de hacer en cada instante. Hacer las cosas por amor: eso es vivir a lo grande las cosas pequeñas».

Quizá sea verdad que el amor y la belleza puedan encontrarse —e incluso hacerse— en la batalla de lo cotidiano, sin fuegos artificiales y lejos de lo extraordinario. Puede ser que amar sea hacer de lo ordinario un servicio. Amar desde el quehacer diario: vestir con los colores de la entrega la realidad común que escenifica nuestra vida. Tal vez suceda, como en las composiciones de Vermeer, que la aparente quietud de nuestra vida ordinaria no es reflejo de una inmovilidad carente de color, sino, como sugiere Piñero, «la expresión cuidadosa del arte de vivir con delicadeza».

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