En un principio, la tesis que Alain Roger sostiene en su Breve tratado del paisaje me fastidió. Partiendo de lo que él llama «La revolución copernicana de Wilde» («La vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida»), asegura que «no hay belleza natural, o más exactamente, la naturaleza sólo se hace bella a nuestros ojos por mediación del arte». Y me fastidió porque siempre he sostenido que el paisaje es una necesidad primaria para el hombre, salvo, claro está, que el hombre en cuestión sea demasiado primario. Pasar mucho tiempo sin recrearse con unas hermosas vistas enferma el alma. Al menos eso defendí hasta ahora.
Sin embargo, si el paisaje tuvo que ser, por así decirlo, inventado, si no fue hasta que el arte nos lo inoculó en la mirada, no podríamos hablar de una necesidad primaria porque, entre otras cosas, no surgió hasta una fecha concreta y bastante reciente. De acuerdo, lo admito. Pero que no estuviera en el origen no implica que no se haya convertido en una necesidad básica, adquirida si quieren, pero felizmente adquirida y, en adelante, fundamental. Y doy mi brazo a torcer porque Alain Roger lo explica tan bien y tan bonito, que ni quiero ni puedo llevarle la contraria.
Según su teoría, para que el país, en el sentido del entorno, se alce a la categoría de paisaje, se necesita un proceso de «artealización», horrendo palabro que, no obstante, designa la maravillosa transformación que sufre un objeto al ser modelado por el arte. Del mismo modo que la desnudez artealizada se convierte en desnudo, el país, a manos de la estética, se viste de paisaje. Dicho fenómeno puede producirse, explica Roger, bien in situ (jardinería y transformación directa del entorno), bien in visu (un pintor, por ejemplo, nos enseña a ver una belleza natural que antes nos pasaba desapercibida; o por formularlo en el sentido extremo, el pintor introduce en el entorno una belleza que antes no estaba).
Esta postura implica que la naturaleza es estéticamente neutra. Todo es bello y nada lo es, depende de nuestra sensibilidad. Una sensibilidad que, además, como bien demuestra Roger, se ha ido desarrollando, colonizando terrenos para decirles, y decirnos: Mirad, aquí hay belleza. Y se ha avanzado poco a poco, desde el aprecio del país en su sentido productivo (la tierra bella era la tierra buena) hasta el descubrimiento de Lo sublime en el XVIII y, por tanto, la revelación del pavoroso placer que nos produce la contemplación de lo desmesurado: la montaña, el océano o el desierto.
Y en este recorrido diacrónico reside, aunque solo insinuado, el mejor mensaje del libro: como cada época descubre nuevos paisajes sin despreciar los de la anterior, el mundo, gracias a la mirada del arte, es más bello con cada día que pasa. Es como si se hubiera añadido un nuevo imperativo al mandato de Dios en el Génesis: Creced, multiplicaos, llenad la tierra, sometedla y embellecedla. Cierto que atravesamos una época de crisis que, además, se congratula morbosamente en su declive. Bah, ya se nos pasará.